15 sept 2009

El Viajero

El Viajero

Jorge S. Luquín

Por años me había llamado la atención mi vecino de mesa en el restaurante donde acostumbro hacer mis alimentos. Me parecía el tipo más rutinario del mundo. Siempre llegaba tres minutos después que yo, se sentaba en la silla que daba de frente a mí, lo atendía la misma mesera y procedía del mismo modo: Tomaba la carta, la hojeaba, la cerraba y terminaba pidiendo lo de todos los días. En el desayuno huevos divorciados con bistec, jugo de naranja y café americano; en la comida sopa de lentejas, arroz con plátano y albóndigas (martes y jueves intercambiaba las lentejas por fideos) a la hora de la cena frijoles refritos con chorizo, pan blanco, café con leche y una empanada de manzana.
Vestía siempre igual, camisa azul, muy limpia, saco café de lana y un pantalón de color incierto.
Al verlo pensaba en la cantidad de hombres como ese que habría por todos los cafés del planeta.

De lunes a domingo entraba al restaurante, tomaba asiento y observaba mi reloj; a los tres minutos lo veía entrar, sentarse y comenzar su ritual.
Tenía más de diez años de medirle el tiempo y ver su exactitud cronométrica.

Una noche que disfrutaba su empanada de manzana, alzó la vista y se encontró con la mía. Torcí la boca en un intento de sonrisa; el me respondió alzando la empanada mordida como si estuviera brindando conmigo y se volvió, concentrado en su café con leche. Ese fue el principio de nuestra amistad.

Era sin embargo, una amistad extraña; aunque siempre coincidimos en el mismo lugar y casi a la misma hora (con tres minutos de diferencia) él siempre se sentaba en su lugar de costumbre y desde ahí conversábamos. Sólo nos separaban dos sillas, la silla opuesta a la suya, en su mesa y la silla opuesta a la mía, en mi mesa.

Me parecía un viejo con clase, una especie de sabio. De su charla deduje que era un melancólico con todas las características que esa palabra implica. Pensaba que todo tiempo pasado fue mejor, que el café ya no lo hacen como antes, los cigarros son cada vez más suaves y artificiales, las mujeres cada vez más putas, aunque eso no terminaba por molestarle del todo ―acotaba―. Opinaba que los meseros son cada día más insolentes y la bebida se rebaja al simple acto de embriagarse, no importando si era un ron apestoso o alcohol del noventa y seis. Tengo que confesar haber estado casi totalmente de acuerdo con él.
Concluía diciendo que debía existir en el mundo todavía “algo” valioso y que, si había justicia, ese “algo” lo encontraría a él en algún lugar ya que sólo logró adivinar su existencia pero no pudo encontrarlo.

Después de innumerables charlas en las que conocí su opinión sobre el estado del mundo en la actualidad, entre cafés con leche y empanadas de manzana, un día desapareció. Simplemente nunca regresó al restaurante. Durante dos años observé su silla vacía u ocupada por otros comensales menos interesantes. Las primeras veces volteaba a ver mi reloj, contaba tres minutos, pero terminé por no esperar a aquel hombre envuelto en su saco café de lana.
Pensé que a lo mejor ese “algo” que siempre esperó había terminado por parársele en frente, y me descubrí deseando ser sorprendido por ese “algo”, lo que fuera que ese “algo” significara.

Alguna vez leí que el hombre debe tener cuidado con lo que desea porque se le hará realidad, y ahora estoy convencido de la certeza de esa sentencia. Ese “algo” apareció en la forma de mi vecino de mesa. Me lo encontré en la calle, así, de pronto. Estaba parado junto a mí. Al principio no lo reconocí, no traía su viejo saco, ni su camisa azul ni su pantalón de color incierto. Vestía, digamos, más juvenil.
Me saludó efusivamente, algo inusual en él; me palmeó la espalda y sonriendo me dijo que si no tenía nada mejor que hacer, me invitaría a tomar unos tragos. Su lenguaje era como el de un joven de esos que, apenas hacía dos años, desdeñaba por no conocer “el verdadero sentido de la vida” para usar sus propias palabras. Su lenguaje era coloquial, desenfadado y su apariencia era la de un hombre de edad indefinida; muy vital y al mismo tiempo emanaba un aura de misterio. De esas personas que volteamos a ver siempre que pasan cerca de uno.
Yo me dirigía a comer y nunca, en veinte años había dejado pasar la hora de mis alimentos. Pero la sorpresa de ver a mi antiguo amigo y su transformación, fue más fuerte que mi hambre. Así que accedí complacido y nos dirigimos a una cantina.

En medio de una botella de vodka y una sucesión ininterrumpida de brindis que ya me tenían mareado por mi falta de costumbre al alcohol, conversamos sobre los últimos acontecimientos. Me sentí incómodo al descubrir que mientras él hablaba de mujeres y hombres desconocidos que se dedicaban a no sé qué prácticas y a realizar algunos viajes que no me quedó muy claro a dónde, yo sólo le hablaba de los cambios ocurridos con la remodelación del restaurante, la llegada de nuevas meseras y cocineros y el mal sazón que tenían últimamente.
Me disculpé por no poder compartir con él mayores experiencias sobre mi vida en los últimos dos años.
La plática se fue al tema del sexo. Hablaba de secretos ocultos en el manejo de la energía sexual. Yo estaba confundido. No podía poner toda mi atención en lo que decía porque mi mente iba de su charla a su imagen. Simplemente no podía creer que ese hombre sentado frente a mí pudiera ser el mismo hombre apagado, misterioso, callado, antisocial y casi misántropo que había conocido unos años antes, enterrado en un viejo café de la ciudad.
Después, no recuerdo por qué, terminamos hablando de la idea de la divinidad. Explicaba que Dios era sólo una palabra que representaba la estructura de la psique humana.
―No es un ser ―Decía. ―Sino la representación de cómo está formado el ser.
Mientras explicaba estas herejías, más evidente era su transformación. Se emocionaba con su propia charla y su vitalidad se volvía desbordante y contagiosa.
No pude contenerme. No sé si fue la curiosidad de verlo tan distinto o el exceso de copas pero me tomé la libertad de preguntarle sobre su cambio tan notorio.

Se me quedó mirando, sonrió y me preguntó como si nada si quería en verdad saberlo. Mi respuesta consistió en preguntarle si había encontrado ese “algo”.
―Sí, lo encontré. ―Dijo, y volvió a sonreír.
Le pregunté si su ofrecimiento para conocer su secreto estaba relacionado con ese “algo”, y como respuesta sólo recibí un movimiento afirmativo de cabeza, acompañado de una mirada enigmática.

Definitivamente me interesaba, así que dije sí, algo locuaz, y me citó en una dirección de la colonia Roma que apunté en una servilleta y salí de la cantina casi cayéndome de borracho pero fantaseando sobre una vida futura.

A pesar de mi carácter un tanto antisocial, la reunión resultó interesante. Al principio parecía una fiesta común, con grandes cantidades de alcohol al cual vi que mi compañero se había vuelto muy aficionado. Nos encontrábamos en el jardín de una casa antigua de cantera bien pulida, con techos altos muy decorados y el pasto del jardín impecable.

No acostumbro beber y sin embargo esa noche el alcohol parecía haber perdido su efecto nocivo en mí. Tal vez por la pastilla que disolvieron en la bebida no me emborraché a pesar de que ingerí mucho más vodka del que he estado acostumbrado siempre. En cambio, tuvo un efecto novedoso.

En determinado momento, me abordó un individuo al cual no se le podía adivinar la edad, en eso era muy similar a mi compañero, parecían haber sacado juventud de su pasado. Su vitalidad estaba a flor de piel, gritaba y se movía como si le sobrara energía y no supiera por donde darle expresión. El hombre me preguntó sobre mis viajes y yo le expliqué que nunca había salido del país, me miró divertido y me dio golpecitos en la espalda al tiempo que reía mirándome con aire de complicidad. Comenzó a platicarme sobre lo que él llamaba “sus salidas” y que, por lo que entendí, habían sido a regiones poco exploradas del mundo. Describía una vegetación extraña, paisajes coloridos y fauna desconocida para mí.

Conforme escuchaba la descripción de un mundo de ensueño, comencé a ver a mi interlocutor cada vez más lejos, como si lo observara a través de un tubo muy, muy largo. Su voz se oía lejana y no lograba ya entender lo que decía. Mientras observaba este fenómeno con cierta curiosidad, el hombre se perdió en el infinito. Pero de pronto volví a escuchar su voz, o eso creí. Me relataba algún mito primitivo o a lo mejor un cuento medieval.
Mientras ponía atención a los detalles de la historia, observé cómo todos los presentes se transformaban en los personajes de dicho drama, mi compañero de mesa caminó hacia mí con una falange en la mano y cercenó mi cabeza de un tajo. El mundo comenzó a girar a una velocidad vertiginosa y cuando se detuvo, me di cuenta que era mi cabeza rodando por el suelo la que se había detenido. Desde mi nueva posición vi que mi compañero arrancaba mi corazón y después abría mi vientre, sacaba mis intestinos y dividía mi cuerpo por la mitad. A pesar de lo terrible de la situación me sentía ausente, como si estuviera viendo una película y no fuera yo la víctima de ese asesinato. Todos observaban impávidos, parecía que les fuera familiar semejante espectáculo.

Tomaron lo que quedaba de mí y lo enterraron bajo un árbol parecido a una acacia, me abandonaron y quedé inerte sintiendo la humedad de la tierra removida en cada parte de mi cuerpo mutilado. Mi estancia en medio de la tierra, en esa soledad indecible, sabiéndome perdido para el mundo, me hizo sentir la vacuidad de la existencia; mi mente era lo único en movimiento. Estoy muerto ―Pensaba―. Ya no podré ver el cielo, ni articular palabras, ni escuchar la risa de la gente.
Además, la muerte era peor que todas las teorías que había escuchado, no veía el famoso túnel, ni la luz, ni el cielo ni el infierno; sólo una oscura soledad confinada a un espacio de tal vez un metro cuadrado, lo que ocuparía mi cuerpo hecho pedazos. No iba a ninguna parte, ni reencarnaba, ni existía el eterno retorno, ni me convertía en animal, ni en Ángel, ni me disolvía en la nada. Soledad, sólo soledad.
Una voz que sentí ajena, imparcial, sin emoción alguna, comenzó a hacerse o a hacerme preguntas, no sé.

¿Si Dios no existe, por qué estoy pensando? ¿No debería de haber desaparecido mi conciencia? ¿Si sí existe por qué sigo atado a este espacio? ¿Será esto el purgatorio? ¿Qué hice en mi vida? ¿Viví lo que quise vivir? ¿Por qué me confiné todos estos años a una mesa de café? ¿Qué le dejo al mundo? ¿Debí dejarle algo al mundo? ¿Para qué? ¿Qué es la vida? ¿Me fui fiel a mí mismo o me traicioné? ¿Supe lo que quería? Y ¿El amor? ¿Lo conocí? ¿Era importante el amor? Ya muerto ¿Qué es importante? Y si tuviera otra oportunidad ¿Qué haría?

A lo lejos escuché voces que cantaban alguna especie de himno. Las voces comenzaron a acercarse. Sentí cómo la tierra que cubría mi cuerpo se movía y una luz se empezó a vislumbrar. Ángeles ―Pensé―. O demonios que por fin vienen por mí. La tierra seguía moviéndose, escuchaba cómo la removían con alguna herramienta y la luz se volvía más intensa. Me desenterraron y pude reconocer a mi asesino y a sus cómplices. Mi compañero se puso una máscara de león, tomó una de mis manos, pronunció unas palabras ininteligibles y me levantó. Yo estaba completo, vivo y asustado. Todos me miraban de manera expectante y no entendía qué esperaban de mí.

Empezaron a reírse y a señalar mi ropa; me miré y estaba vomitado, lleno de tierra. Al parecer me había quedado dormido mientras escuchaba al tipo de los viajes extraños y me caí en una jardinera.
Me preguntaron cual había sido mi viaje y creí que deseaban que les relatara mi experiencia. Me sentía muy mareado pero accedí. Al concluir, se miraban entre ellos como extrañados y dedujeron que ese no había sido un viaje, que no me había sabido conducir.
―No fuiste a ninguna parte. ―Me dijeron.
―Sólo tuviste un mal sueño.
Nunca más volvieron a invitarme a sus reuniones. Pero nunca supe si fue porque, como dijeron, yo no había podido hacer el viaje, o sólo fue un artificio para despedirme después de haberme regalado semejante experiencia. Como fuera, desaparecieron para siempre.
Pensé en regresar al restaurante pero me acordé de la voz. “Y si tuviera otra oportunidad ¿Qué haría?” Me quité mi camisa azul, mi saco café, mi pantalón de color incierto, me puse un traje nuevo y me perdí en medio del bullicio del mundo.