13 ago 2009

Sabor del Aire


Sabor del Aire

Soldadera

Para El Hermoso.

--¿Qué te dijo?

--Nada. No quiere hablar. Desde que regresó está así, como pescado en congelador, con la mirada perdida y vidriosa. Sabrá Dios qué cosa le pasaría.

-- Yo le traje un caldito, a ver si quiere comer algo, ya ves cómo llegó en la mañana, toda tiznada, como si se hubiera revolcado en un cañal.

La tía se devoró el caldo de camarones que le preparó Martina, estaba recién hecho, tenía el olor delicioso del mar y de hojas de laurel sumado al colorcito rojo de los chiles anchos. Le hizo bien, se diría que casi pudo despertar se su letargo.

Cuando todos se cansaron de preguntarle durante el día entero qué le había pasado y por fin decidieron irse a dormir, yo me quedé junto a ella al lado de su hamaca. Mojé dos toallas, una la tendí en el piso sobre la colchoneta y la otra la enrollé en mi almohada para poder dormir, porque en esta temporada el calor se vuelve imposible.

Acababa de oír el silbido del velador, por eso supe que eran cerca de la una de la mañana cuando la tía Hilaria se levantó de la hamaca y se acostó junto a mí en el piso, sin más ni más y sin que yo le preguntara nada empezó solita a contarme.

--Salí ayer en la tarde a cobrar lo de la tanda, ya ves que si uno no va corriendito el día que toca, se lo gastan. Como doña Juana no estaba me fui hasta con Doña Tita, aprovechando que es la hora en que no está su marido, ya ves que la regaña si se endroga. Y pues ái voy. La casa está re lejos. Atravesé por toda la playa y caminé hasta la colonia y tuve que pasar por los cañales. Ahí estaba. Cuando lo vi acababan de incendiar el cañal, la llamarada llegaba bien alta. La cuadrilla estaba parada junto a un palo de mango esperando que la lumbre se apagara para empezar a cortar. Ni para cuándo todavía. Se veía re bonito cómo de repente salían de entre la caña las lenguas rojas y amarillas de la lumbre y cómo las sombras parecía que jugaban a esconderse en una vara y luego en otra. Estaba ya casi todo oscuro, la lumbrada iluminaba el campo y desde donde yo estaba lo alcanzaba a ver a él. Las culebras y conejos no hallaban ni por dónde salir corriendo. El ruido de las hojas consumiéndose daba hasta miedo, pero se ve tan bonito que uno siempre se queda pasmado. Él estaba sentado en la raíz del árbol con su machete en la mano y su pañuelo amarrado en la cara por eso del humo. Sus ojos relumbraban, cuando me cachó mirándolo me sentí como varita de caña que se consumía con sus ojos.

Seguí caminando para donde iba. Llegué con doña Tita y me dio lo de su quincena y lo de su hija la Adela. Me guardé los dos mil pesos y me regresé lueguito antes de que se me hiciera de plano noche, está bien lejos para regresar. Y pos… volví a pasar por el cañal. Ya se había consumido el fuego, se veía todo oscuro, nomás quedaba el olor a la caña que estaban cortando, al azúcar fresca de las varas tiernas y se sentía un calor del demonio. Yo iba bien a prisa, batallando con la falda larga que se me pegaba a las piernas por el sudor y tanteándome las piedras porque me llevé los huaraches viejos y todas me iban lastimando. La cuadrilla estaba del otro lado del cañal, a contra viento y que se me aparece como el diablo.

--¿¡Se te apareció el diablo!? ¡Con razón te pusiste así!

--No seas mensa. Me salió al camino él. El de siempre. ¿Te acuerdas? El hermoso. Yo creo que ya me estaba esperando, no atiné a hacer nada, me quedé ái parada nomás como tonta y él atajándome el camino. Respiraba tan fuerte que casi bufaba. Los de la cuadrilla ya habían incendiado otro cañal mientras cortaban el primero. Cuando la lumbre se arreciaba yo lo veía con esa claridad, sin la camisa, con su cabello despeinado, la ceniza pegada al cuerpo y el olor del melao que llenaba el aire. Traía su machete en la mano, no lo soltaba. Se veía bravo como un toro, pero así pensándolo bien, parado frente a mí, quién sabe quién era más indefenso. Tenía los ojos rojos por la humazón, pero la mirada le cambiaba como el fuego, a momentos veía como paloma acurrucada y en otros le volvía el brío de un mismísimo toro de lidia. Y yo, seguía quieta sin decir nada. Me agarró de la mano y me hizo caminar hasta el cafetal que le sigue a la caña. Me dijo con una voz que no sé si me retaba, o me advertía, o me suplicaba –te voy a hacer el amor.

--La tía Hilaria platicaba como en trance, yo la escuchaba sin poder creer lo que oía.

--Su boca sabe a melao, a caña fresca, tierna, recién cortada, tiene el mismo sabor del aire que en la zafra lo envuelve todo. Su saliva sabe al alcohol que lo mismo embriaga y prende fuego, sabe a miel, que recién ha arrebatado hervor en el trapiche, a piloncillo sin enfriar. ¿Qué hora es?

--Las dos y media, --le dije-- casi vencida de sueño, a pesar de mi intriga y de mi sorpresa.

A la mañana siguiente cuando despertamos la tía Hilaria ya no estaba. Dejó los huaraches viejos y se llevó los nuevos. La buscamos hasta por debajo de las piedras. Preguntando por aquí y por allá supimos que don Zeferino cortó su cañal ese día en la madrugada, cargaron el camión y su caña llegó al trapiche, pero del cortador que contrató y su cuadrilla no se volvió a saber nada. La única que los vio en la gasolinera fue doña Tita, quien dice, iba una mujer de copiloto muy parecida a la tía Hilaria, pero no estaba muy segura.



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