15 nov 2009

Alfredo Alday, Poemas

Cinco poemas

Alfredo Alday


¿Y dime, Luna
cómo pretendes
que sea racional
si con sól mirar
el tamaño que
tienes que
me amenaza
caer sobre
mi cabeza
y aplastar
todas las
lógicas ideas
que yo tenga?


Vale la pena
tener una deuda
que sea difícil
saldar, sobre todo
si esa deuda
es en el corazón,
cada pago,
cada entrega
la deuda crece


Robándole horas a la
jornada, qué dulce
es tu cuerpo,
qué fresca tu sábana,
qué rojos tus labios,
qué ancha tu cama
perdidos en ella
difícil es encontrar
la orilla y
abandonarla


Con el orden
indicado
por mis ideas,
que no siempre
es lógico,
subiré por
una escalera
al cielo
y robaré
el fuego,
que no arde,
que no quema,
sólo ilumina
mi caos


Sensible
a
influencias
la noche
ataca
demasiado
temprano
ofreciendo
un refugio
en el
cual
depositar
lo bueno
y malo
que logro
rescatar
de mi
tránsito
por los
caminos
de la luz

15 oct 2009

Art Noveau

Art noveau
Violeta Ortega

Del asesinato como una de
las bellas artes.
Thomas de Quincey


Nos conocimos por motivos profesionales, podría decir que nuestra relación era más bien distante, excepto por una ocasión en que me habló de sus ideas de la estética femenina de una manera que me pareció enfermiza.
Cierta vez, por una confusión de documentos encontré la explicación que él había intentado hacerme sin éxito. Tenía en mis manos un grupo de placas fotográficas a color de su autoría.
La mujer fotografiada me era desconocida. Me tensé con la idea de ser descubierta espiando. No podría decir si las fotos eran recientes o de años pasados. Las primeras que encontré mostraban detalles, fragmentos de su cara y del nacimiento de su pelo, sus orejas. Sus facciones estaban delineadas por una tenue luz verde, su piel clara aparecía como una superficie sintética, sobre el fondo gris perla.
Las fotos que encontré en seguida me dejaron absorta. Observar la cara de la joven me hizo pensar en la transición en la que una bella escultura cobra vida y abre los ojos sorprendida, pero había algo demasiado oscuro, su cuello estaba descontinuado. La operación parecía haber sido tan limpia de violencia que no alarmaba a primera vista. Sólo ya extasiada en la observación algo dentro de mí sintió una profunda y terrible repulsión. Huí del lugar.
Yo dejé de frecuentarlo, me enteré que se mudó a otra ciudad. Las imágenes dejaron en mí algo como un nudo de miedo, inquietud y culpa de no poder admirar y mucho menos negar la belleza de la ejecución.
Recordé que él había intentado explicarme en su lenguaje inconexo que el verdadero estado de belleza se encontraba cuando la persona dejaba de ser un animal, despojándose de su cuerpo. Intentaba salvar del instinto a las mujeres dejando en su cara la expresión del vacío, la inocencia quedaba implícita en la belleza estática de sus ojos.

5 oct 2009

Vicenta

VICENTA

La Soldadera.

Para El Hermoso

La noche no había sido suficiente para reposar el trajín del día. Estaba cansada. Se sentó a la orilla de la cama haciendo a un lado las cobijas. Estiró los dedos los pies, los tensó, los aflojó, se puso las sandalias, luego se persignó diciendo entre dientes —en el nombre sea de Dios— y se levantó. Su cuerpo engarrotado apenas se movía, la piel se le pegaba a los huesecillos que parecían romperse de tan delgada, la espalda encorvada le pesaba, le pesaba todo su liviano cuerpo como pesan los años. Miró sobre su mesa, no había nada para pasar el día.

Era un lunes, así que tuvo la misma ocurrencia de la semana anterior. Mientras se lavaba la cara intentaba reconocerse en el espejito, pero le costaba trabajo. Se hizo dos largas trenzas en el pelo, se puso su vestido de flores y encima su delantal, el mismo de todos los días. Eran las siete de la mañana. Muy buena hora todavía para salir, pensó. Caminó directamente al parque cubriéndose con una gran bolsa de plástico abierta en dos que hacía las veces de impermeable, porque llovía un poco.
En cuanto llegó avanzó por el adoquín hasta la resbaladilla. Con la mirada agachada empezó su minuciosa búsqueda entre el pasto, por el pie de la escalera y a lo largo de la rampa. Le costaba mucho trabajo hincarse así que se ayudaba con el palo de escoba y con los pies abriendo claros entre la hierba. Nada. Dio la vuelta entera a la resbaladilla sin éxito. Caminó a los columpios continuando la búsqueda, pero ahora más cuidadosamente.
—Por fin —se dijo.

Había encontrado una moneda de cinco pesos, la cual se apresuró a guardar en la bolsa de su delantal. Entre cuatro columpios de canastilla y cinco de madera, recogió diez. Después se fue a buscar alrededor de la telaraña y también tuvo mucha suerte. Así recorrió el parque completo con la misma estrategia y juntó la cuantiosa fortuna de veintidós pesos con setenta centavos. Eran todas las monedas que caían de las bolsas de los niños mientras jugaban a dar maromas.

Satisfecha de tanta suerte y casi alegre quiso ir a sentarse en la banca oculta tras del árbol. Cuando llegó se dio cuenta de que había una hielera al pie de ésta.
—Será de alguien —pensó. Estuvo un rato sentada pero no había gente que pasara por ahí, por lo menos nadie que pareciera el propietario de la caja.
—Pos ‘ora… ¿Será la caja del tortillero? —Se preguntó. La tocó.
—Caliente no está, tons no son tortillas. Ha de estar aquí desde ayer —pensaba.
Se quedó sentada mirando al piso, empezaba a sentirse indecisa, inquieta, curiosa. Sacó de su bolsa del delantal la fortuna recién colectada y se entretuvo contándola varias veces. Jugaba con las monedas, las agitaba entre su puño cerrado sintiéndose cada vez más intrigada y atraída por la hielera. Finalmente la levantó, la puso sobre la banca de cemento y asegurándose de que nadie la estuviera mirando, la abrió. Los ojos por poco se salen de sus cuencas al ver el contenido.
— ¡Ave María Purísima! ¡Jesús sacramentado, socórreme!—Gritó mientras en un impulso inconsciente daba un paso atrás alejándose de la caja y aventando la tapa por el aire.
En pocos segundos se recuperó de la impresión y volvió a cobrar consciencia. Recogió la tapa y cubrió la caja sin evitar volver a mirar dentro.
— ¡Sí, es una cabeza, una cabeza!… —dijo para sus adentros.
Levantó la caja por la asa.
—Pos… no pesa tanto, ay diosito y yo que me iba’cer unos huevos revueltos, yo que pensé que ya tenía tortillas para toda la semana. ¿Pos cómo te metiste ái?, tan solo que está aquí, ¿y a estas horas?
Vicenta se sentó de nuevo junto a la hielera y la contempló un largo rato con su manita metida en la bolsa del delantal, sonando sus monedas y balbuceando palabras, rascándose la cabeza, quitándose y poniéndose las sandalias y riéndose de vez en cuando como una niña planeando diabluras.
Luego de un largo rato de vacilación se levantó y se colgó al hombro la hielera con todo el aplomo de una feliz decisión. Caminó rumbo a la tienda donde compró medio kilo de huevo y le regalaron tortillas, una lata de chiles y dos tamales. Todo lo metió en la caja de unicel. Los niños de las últimas casitas a la orilla del pueblo corrieron entre risotadas, como de costumbre, cuando la vieron venir a lo lejos.
— ¡Ahí viene la loca! ¡Ahí viene Vicenta! ¡La loca, la loca! ¡Chíflenle a la chiflada!— Gritaban y silbaban en coro.
Vicenta pasó esta vez de largo. Indiferente. Sin decirles nada. Caminaba lo más aprisa que podía hasta que llegó a su cuartito. Cuatro horcones rodeados de hule y una viga en el centro que apuntalaba un techo de cartón al pie de la barranca.
Pronto entraron a la casita, ella, su despensa y su hallazgo. Colocó su cargamento sobre la mesa. Abrió la tapa, sacó los comestibles y los puso en un cesto. Luego miró la cabeza despeinada, la piel blanca y pálida, las gotas carmín como esquirlas dispersas a discreción sobre labios y mejillas. Vicenta, con el ceño fruncido y una mueca de leve náusea le picó un ojo para ver si lo cerraba, al ver que no pasaba nada se animó a tocarla y la encontró aún tibia. Ella apretaba sus labios entre las encías sin dientes mientras revisaba la dentadura perfecta y blanquísima de su botín. La comparación le provocó tanta extrañeza y le pareció tan divertida que las carcajadas se le hicieron incontenibles. Encontró un papel con algo escrito metido en el paladar, pero lo aventó sin fijarse a donde porque no sabía leer. La sangre que no había terminado de escurrir hizo un atractivo charco espeso, brillante, casi gelatinoso en el fondo de la hielera. Metió los dedos y frotó la viscosidad entre sus yemas para luego llevárselas a la boca y probarla sin gesto alguno. Miró los pellejos del cuello, la carne colgante, como deshilachada, como aserrada. Por fin se decidió a meter las dos manos sin tiento alguno, la levantó por las orejas a la altura de sus ojos y se vieron de frente.
Encontró en esas pupilas lo único que ella reconocía en su espejito: una mirada. ¿Era igual a la suya? ¿Era la suya? No supo qué responderse. Un espanto terrible la invadió. Hacía mucho que nadie la veía tan fijamente a los ojos, tanto que volviera de su ausencia. Tomó la cabeza por los cabellos y la sacudió con fuerza para luego soltarla como si le hubiera quemado entre las manos. Cayó haciendo un ruido seco y rodó sin levantar polvo.
— ¡Cállate, cállate! ¡Shhhhh! ¡Yo ni te conozco! ¡Shhhhh! Te van a oír. ¡Que te calles o te saco! ¡Me va van a ver a mí también! —decía Vicenta.
Caminó a su cama y se acostó envuelta entre su cobija igual que los tamales que le regalaron.
— ¡Ya no me hables, a mí que me importa!, shhhh, ¡cállate ya!
El desasosiego la levantó. Daba vueltas horrorizada. Se jalaba los cabellos, gritaba, se arañaba, se envolvía la falda del vestido y entre sus piernas la apretaba, la adhería a su cuerpo con las manos y con toda su fuerza.
— ¡Déjenme, ya déjenme ir! ¡Por diosito! —gritaba desbaratada entre el llanto.
Vomitó su horror amarillento y se soltó a llorarlo acostada sobre la tierra. Aquella voz no se calló hasta que ella terminó de sollozar.
Se puso nuevamente en pie y dijo con la misma resignación de en la mañana — ¡En el nombre sea de Dios!
Levantó el despojo humano con todo cuidado, lo puso sobre la mesa y no se equilibraba. Los pellejos colgantes y los huesos que le quedaban hacían que se fuera de lado, así que Vicenta tomó su cuchillo y le cortó con toda calma los bordes de la piel y las rebabas de los huesos hasta lograr que se equilibrara. Luego lo remojó en una cubeta con jabón, le enjuagó perfectamente bien la espuma y la sangre. Le lavó el cabello con shampoo. Lo escurrió. Lo secó con su delantal. Se sentó y acomodó a su acompañante sobre la mesa para y cepillarle el pelo tratando de no darle jalones. Tocaba una cabellera, tocaba la otra, las comparaba. Se reía. Le hizo meticulosamente una raya en medio y una larga trenza a cada lado. Después colocó la cabeza de frente a la mesa, ahora sí, sin que se fuera de lado. Le pareció bonita. Prendió la lumbre e hizo cuatro huevos revueltos, dos para cada quien. Sirvió los platos, abrió la lata de chiles y calentó las tortillas. Vicenta se sentó frente a ella y cuando terminó de comer le dijo --¡Pobrecita, te agarraron los hombres como a mí, siquiera que te quitaron pa’ que no vieras!

2 oct 2009

Candelario

Jorge S. Luquín

Al fin las campanas de la iglesia anunciaron la media noche. Observé que no hubiera vagabundos o algún velador y me metí a hurtadillas, protegido por la obscuridad, entre las rejas del viejo panteón. Las tumbas eran humildes, sin lápidas, sin mausoleos; sólo montículos de tierra formados en hileras. Algunas con flores frescas y agua; otras secas, arrumbadas, con nombres ilegibles por el paso de los años.
En la tumba que yo necesitaba debía leerse claramente un nombre, así que fui recorriendo el panteón sepulcro por sepulcro hasta su último recoveco; caminé al extremo opuesto de la entrada para evitar ser sorprendido o que algún trasnochado viera lo que no le estaba destinado a ser visto.

Candelario de la Luz Prístino 1891 1945 ―decía, con letras borrosas, una madera carcomida por el tiempo―. Pensé que ése me sería útil. Había vivido un poco más de cincuenta años y seguramente estaba todavía fuerte cuando murió.

Excavé más profundo de lo que había esperado para encontrar los restos. Cuando estaba a punto de desistir por el cansancio, descubrí una costilla, la caja se había podrido totalmente y sólo estaban los huesos revueltos en la tierra. Arrojé lejos la costilla y con el ánimo renovado me puse a buscar la cabeza. Por alguna razón, el cráneo estaba colocado debajo de sus pies, probablemente Candelario había sido decapitado o habría tenido algún tipo de accidente. Metí la calavera en el costal y salí de ahí como entré, sin ser visto.

Tres días después fui a la misa que había mandado a hacer en su nombre con el cráneo de Candelario en una bolsa y le robé la misa al Padre. Procedí de acuerdo a aquel antiguo ritual: pronuncié en voz baja el sermón litúrgico al mismo tiempo que el sacerdote y esperé los responsos de los fieles. Recé los padrenuestros necesarios y extraje el poder de la eucaristía que el sacerdote se llevaba en el momento en que consagraba la ostia. Con ella invoqué la presencia del muerto y al finalizar la misa Candelario estaba sentado junto a mí.

Era muy distinto de como me lo había imaginado, estaba gordo, chaparro, tenía la nariz muy gruesa, un bigote mal recortado adornaba su labio superior, vestía pantalón caqui y camisa a cuadros azul con blanco; más que un hombre fiero de principios de siglo, parecía un campesino común del sur del país.

Me preguntó con su cara inexpresiva de fantasma qué quería de él, yo sabía que ese era el momento, la señal, y le mostré su cabeza. Estaba conciente que sólo yo lo veía y no quise llamar la atención de los demás feligreses, así que en voz baja continué con el ritual. Al mismo tiempo que frotaba la cabeza con aceite del Santísimo, me dirigí al muerto
―Candelario, estás atado a mi voluntad, soy dueño de tu cabeza y desde ahora me servirás y me reconocerás como tu amo.
Parecía conocer las reglas del otro mundo; se le quedó mirando a su cabeza que yo sostenía con fuerza entre mis manos, después volteó hacia mí, por último, dirigiendo la mirada hacia el Santo de los Santos, con palabras balbuceantes se rindió y se puso a mis órdenes.

Desde entonces, con el sólo hecho de frotar su cabeza que reposaba en mi altar y mandarle a hacer misa cada mes, Candelario hacía todos los encargos de mis clientes. Ahuyentaba enemigos, ataba al ser amado, adivinaba el futuro y curaba a mis enfermos.

La fama de la cabeza de muerto se extendió como la lepra, la gente llegaba de todas partes del país para consultarla. Los hombres preguntaban por sus tierras, su ganado y algunas veces por su salud; las mujeres deseaban conocer sobre el amor, los hijos y los maridos. Las solteras sólo esperaban dejar de serlo y se tronaban los dedos mientras aguardaban la respuesta de Candelario.

Tal vez por su misma naturaleza, las mujeres eran mis principales clientes. Ellas son más vengativas, ambiciosas y posesivas, pero también es cierto que todo el tiempo se están preocupando por la vida de los otros, de tal modo que siempre había algo que hacer para el muertito.

A la policía no le pasaron desapercibidos los comentarios que se oían por todo el pueblo y también fueron a consultar a la cabeza. A causa de mis pecados de juventud yo debía algunas vidas desde hacía muchos años, hombres que tuvieron los huevos de volverse a ver a mis mujeres o por haber intentado enamorarlas, estaban muertos. Como haya sido, la policía me tenía siempre en la mira y la única forma de que me dejaran en paz era trabajar para ellos sin cobrarles.

Como les llegó el rumor de lo acertado que era Candelario, me pidieron que le preguntara sobre un homicidio reciente. Habían encontrado el cuerpo sin vida de un industrial importante de la región, en el río y la autopsia no reveló ningún indicio que los encaminara hacia el victimario.
Yo había escuchado del caso porque en los pueblos se entera uno de todo y supe que la esposa estaba dispuesta a dar una buena recompensa a quien denunciara o capturara al asesino, así que mentí y les dije que tenía que ser la esposa la que hiciera la pregunta. Mi idea era saber el nombre y el paradero del matón y quedarme con la recompensa al revelarle los datos a la señora. Ella estuvo de acuerdo y concertó la cita.
― ¿Cuánto me va a costar esto? Haré cualquier cosa con tal de encontrar al asesino de mi esposo, pero de una vez le digo, yo no creo en estas cosas.
Su voz era firme, autoritaria y casi convincente si no fuera por una ligera ansiedad que revelaban sus ojos y que yo interpreté como un deseo oculto de que Candelario le resolviese el problema. Me agarré de esto y le dije que no le cobraría ni un centavo si no le entregaba al asesino; pero que si lo ponía en sus manos, ella me daría la cuantiosa suma que había ofrecido como recompensa. Aceptó convencida y yo procedí a evocar al muerto.

Froté la cabeza y la voz de Candelario resonó dentro de mí. La respuesta fue precisa: Salomé, el asesino se llama Juvenal Castro, es un joven de veintiséis años y tiene su domicilio en la calle Hacienda número treinta y dos en el pueblo de San Bartolo. Lo asesinó por órdenes de Epifanio Rodríguez, un delincuente de este pueblo que extorsionaba a tu marido.
La señora se puso pálida, dijo conocer al tal Epifanio; llegaba una vez al mes y su marido se encerraba con él en su despacho.
―Siempre vi a mi marido poner mala cara cuando llegaba ese señor y nuca supe por qué hacía negocios con gente que no le agradaba. ―Decía, sollozando.

La policía capturó al matón y al capo sin mayores contratiempos. (Supe que les habían sembrado las pruebas para tener un pretexto que los condenara.) La viuda se quedó muy impresionada por las facultades de Candelario y se volvió una de mis más fieles seguidoras; me pagó la recompensa y se encargó de llenar mi casa de mujeres adineradas que iban con cualquier pretexto a consultar a Candelario.
Yo tuve que dividir la recompensa con la policía, era mi paga para que me dejaran trabajar en paz.

Salomé era morena, grande, de complexión gruesa, de ojos inmensos y mirada profunda, sus labios eran carnosos y bien formados, su cabello rizado y abundante le llegaba debajo de los hombros. De esas mujeres que hacen rebuznar a un burro, dirían los viejos. Me aproveché de la afición que había despertado la cabeza en Salomé y la invitaba seguido a que la consultara para cualquier asunto por trivial que éste fuera. Ella no perdía la ocasión de interrogarlo y llegué a imaginar que el muertito podría molestarse al ser importunado por cualquier tontería.

Así como Salomé, varias mujeres empezaron a visitar al oráculo, aquellas que no tenían dinero me pagaban con sus encantos, yo las aceptaba a todas. Esto se empezó a salir de control, sucedió que llegaban mujeres, ya no a consultar a Candelario, esto era el pretexto, lo que en realidad querían eran unas horas de placer y estaban dispuestas a pagar por ello y yo a aceptar el dinero por complacerlas. Mis experiencias aquí fueron variadas, debo confesar que llegué a aceptar a mujeres para mi gusto sin ningún encanto, pero pensaba en la paga y hacía de tripas corazón.

Las seguidoras de la cabeza habían mandado hacer un altar para Candelario y le ponían ofrendas consistentes en monedas, dulces, collares y milagros religiosos; las seguidoras del sexo, pagaban depositando el dinero en una alcancía. Por extraño que parezca no me agradaba recibir el dinero de este grupo de mujeres con mis manos, así que instituí una alcancía con el pretexto de que al muerto no le interesaban en lo más mínimo las cosas materiales, sino el servicio espiritual que otorgaba por su condición de habitante del más allá.

No dejaba de resentir que Salomé no perteneciera al grupo de clientas sexuales y se quedara como fiel seguidora del muertito. De todas era la mujer que más me gustaba, pero como ella sí tenía dinero para pagar las consultas y era dominante y autoritaria, no encontraba la forma de jalármela al otro bando. Me resigné conformándome con la gran variedad de mujeres que tenía el grupo de devotas sexuales, como me dio por bautizarlas.

Una noche que atendía a una de estas devotas, llegó un auto. No tenía ninguna cita programada y no hice caso, pensé que el auto pasaría de largo pero de pronto escuché que gritaban mi nombre, quise incorporarme y cuando estaba reaccionando ya estaban dos señoras dentro de la casa. Entraron sin avisar y me encontraron con una mujer desnuda y a mí con los pantalones a las rodillas tratando de subírmelos. Eran Salomé y una joven que jamás había visto en mi vida. Por un momento se quedaron confundidas viendo mi miembro, pero rápidamente Salomé recobró el aplomo y me dijo, como si no hubiera visto nada, que necesitaba hablar conmigo, que era urgente y que me esperaría afuera. Todo esto me lo dijo en su ya conocido tono de general dando órdenes. Dieron media vuelta y salieron apretando el paso mientras yo despedía a mi clienta.

Ya con los pantalones arriba y bien fajado, acompañé a mi visita a la puerta e invité a las señoras a pasar. Involuntariamente voltearon hacia mi bragueta y después me miraron a los ojos. Ya adentro Salomé empezó a hablar muy rápido. Cuando me dijo a lo que iban sentí una mezcla de furia y frustración; querían que le preguntara a la cabeza si el hijo de la joven que la acompañaba sería aceptado en la nueva escuela, el “pobrecito” era muy sensible y no querían que sufriera para adaptarse a sus nuevos compañeros.
Conforme la escuchaba, mi furia se fue transformando en un plan para desquitarme; habían invadido mi casa y me habían encontrado en pelotas sólo para saber sobre un pinche escuincle “sensible”.
Mi mente giraba rápido, cuando terminó de hablar yo ya sabía qué responderle. Fingí preguntarle a Candelario y fingí esperar su respuesta; les dije que Candelario necesitaba ponernos en trance a Salomé, a la mamá del chamaco y a mí y para eso tendríamos que beber grandes cantidades de alcohol, su fe ciega en Candelario no les permitió maliciar la receta y procedimos a destapar botellas. Ya muy borrachos, cumplí mi capricho.

Salomé y su amiga empezaron a hacerme bromas sobre la manera en que me encontraron al llegar a casa y a burlarse del tamaño de mi miembro, yo les seguí la corriente. De las palabras pasamos a las manos y de las manos a los cuerpos entrelazados. Cogimos como perros hambrientos peleando por un pedazo de carne; a veces nos disputábamos a Salomé, a veces se empujaban entre ellas peleando por mi miembro, otras, Salomé y yo nos repartíamos el cuerpo de su amiga. Terminamos exhaustos.
Estábamos tumbados en la cama cuando escuché la voz de Candelario dentro de mí: Salomé puede saber ahora la respuesta. ―Decía la voz.
¿Desde cuándo la pinche cabeza era autónoma? No le había preguntado nada, además me di cuenta que sólo a ella la llamaba por su nombre, a todos los clientes se dirigía como “el o la consultante” ¿Por qué la llamaba por su nombre? Desde el primer día lo había hecho y yo no me percaté de ello sino hasta ese momento.
Fui al altar y lo exhorté a que diera la respuesta, me dijo que el niño tendría problemas de adaptación los primeros tres meses pero que después se haría de buenos amigos y encontraría protección de alumnos más grandes. Se lo comuniqué a las dos mujeres y se fueron satisfechas.

Ya solo con Candelario, le pregunté sobre la razón de esa preferencia y se quedó mudo, se lo pregunté tres veces y al no contestar lo castigué. Le cancelé las siguientes dos misas y puse su cabeza al revés.

Salomé llegó al día sigueinte a consultar a Candelario pero llevaba una botella de vino en las manos, nos la bebimos y repetimos el ritual del día anterior pero ahora ella y yo solos. Así surgió una relación intensa y malsana.
A mí, que me volvía loco Salomé, no me importaba nada y la recibía a cualquier hora del día o de la noche, ella ya no aceptaba que otras pagaran por sexo, tuve que destituir la alcancía y las mujeres despechadas nunca volvieron. Descuidaba a mis pacientes y sólo deseaba estar con ella.

Sabía, por anteriores consultas al oráculo, que un compadre la asediaba desde que se había quedado viuda y que a ella le parecía de no malos bigotes. Para evitar que se involucrara con su compadre la llevé a vivir a mi casa.

Durante el día Salomé regaba las plantas del patio, alimentaba a los animales y aseaba la casa; yo recibía a los clientes que venían a consultar a la calavera. Por las noches rodábamos desenfrenados por el piso ebrios de sexo y alcohol.
Al terminar nuestras horas de amor, Salomé se entretenía observando la cabeza de Candelario y le musitaba cosas incomprensibles en sus etéreos oídos. Salomé parecía haber desarrollado la capacidad de comunicarse con el muerto; me contaba cosas que según, él le decía.
Eso me traía el recuerdo de la preferencia de Candelario por Salomé y lo volvía a castigar.

Poco a poco la conducta de Salomé se fue haciendo extraña, incomprensible; algunas noches se despertaba sonámbula, los grillos entonces cantaban más fuerte que de costumbre y la noche parecía más fría y brumosa, ella se metía al cuarto del altar, cogía la cabeza y se escapaba ocultándose entre el bosque. Nunca supe qué pretendía hacer con el cráneo, yo iba tras de ella y la traía de regreso antes de que llegara a su destino, sin despertarla para que no se quedara loca. Pero siempre cogía la misma ruta, aquella que conduce a la cañada más allá de los eucaliptos poblados de murciélagos.
A la mañana siguiente, decía no recordar nada de lo que había sucedido durante el trance.

A pesar de estos eventos esporádicos que nunca supe qué los provocaba y mis celos por Candelario, vivía feliz con ella.

¿Cómo olvidar aquella vez que hacíamos el amor y ella rompía el susurro de la noche con sus gritos? Su cuerpo empapado de sudor, de pie y recargada en la ventana mostrándose a la luna. Yo detrás de ella penetrándola y sintiendo el aroma de su piel. Sé que estuvimos en el cielo. De pronto Salomé se quedó ausente, se apartó de mí y me dijo que Candelario quería que bebiéramos vino en su cabeza. Yo se lo prohibí terminantemente alegando que eso era un sacrilegio, que Candelario no podía ser utilizado de esa forma, le dije que su misión era sagrada, que hacerlo significaba la condena eterna.
Salomé, gritando como nunca lo había hecho y sonrojada, me reveló que Candelario se había enamorado de ella desde el primer día.
―Él desea participar de nuestro amor y sentir mis labios acariciar su cabeza ―Dijo. Y mirando al suelo bajó la voz.
―Deseo complacerlo.

Nos quedamos mirando largo rato, la cabeza parecía esperar los resultados de nuestra silenciosa deliberación observándonos a través de sus cuencas vacías. Por fin tomé el cráneo, lo volteé y serví vino en su interior hasta derramarlo; se lo ofrecí a Salomé quien en el colmo de la excitación y el placer, bebió por los ojos de candelario el líquido que se escurría por sus brazos; ella lamía el vino que humedecía su piel y regresaba ávida a inclinar el cráneo sobre sus labios. Serví más licor y bebí hasta la última gota, sentí o imaginé cómo los sesos del muerto venían mezclados con el vino.

Salomé me buscó y nuestros cuerpos se volvieron a juntar. Arremetí con todas mis fuerzas dentro de ella, Salomé se empujaba en mí con desesperación, lamí cada parte de su cuerpo y sentí su humedad llenar mi boca; estaba insaciable. Excitada pidió a gritos a Candelario. En mi locura lo invoqué y le presté mi cuerpo para que la poseyera. Él entró exaltado en mi materia, podía sentir el vigor de su espíritu en mi cuerpo y Salomé se percató de que era otro el que la penetraba. Ella gimió de placer y los tres nos fundimos en esa mezcla de vino y gritos y semen y saliva.

Juntos comulgamos en aquella bestial orgía hasta que el alcohol nos venció y terminamos inconcientes. Cuando recobré el sentido, el cuerpo desnudo y sin vida de Salomé se encontraba en el suelo junto al cráneo destrozado de Candelario. No recuerdo nada. No sé si la maté por celos, en mi borrachera y destruí el cráneo, o si Candelario se la llevó porque no pudo vivir, si el verbo es permitido, sabiendo que le pertenecía a otro.

Diario de un Reportero

(Fragmento)

Jorge S. Luquín


13 de Enero de 2009

Siempre he dicho que un periodista lo que necesita es suerte y buenos contactos. Hoy estos aspectos se conjugaron para convertirme en el reportero del siglo. No de la semana, ni del mes, ni del año, no, no, no. Lo que yo tengo aquí, en mi bolsa, es tan valioso que, estoy seguro, si rastrearon la llamada, tendré al gobierno y a los sistemas de inteligencia de varios países sobre mí en unos minutos.

Lo escucharé, haré réplicas para impedir que se pierda y luego escribiré la entrevista más grandiosa sobre la faz de la tierra. Una entrevista que periodistas, humanistas, filósofos, teólogos, psicólogos, antropólogos y todos los “ólogos” del mundo, matarían por tenerla. Y eso es lo que harán si no me apresuro a poner a salvo este material.

Él comprenderá que no puedo cumplir la promesa que le hice de guardar esto para mi solo. Él sabe la trascendencia del evento y lo importante que es para el mundo que sus palabras sean conocidas en todas las naciones.

Ni siquiera diré cómo sucedió, no me creerán. Será mejor sólo publicarla y decir que fue un sueño antes que decirles que hablé por teléfono con él. Ni siquiera me permitirían explicarles cómo sucedió. Seguro en el momento en que yo mencionara su nombre, me invitarían a retirarme, decentemente pero acompañado por dos guaruras hasta la puerta de la calle.

II

21 de Enero de 2009

Como lo pensaba, recibí una llamada al día siguiente de la entrevista y más tardé en contestar el teléfono que en darme cuenta de los autos oscuros con vidrios polarizados que estaban fuera de casa. En cuanto recibí la llamada y vi que el número era privado, pensé en no contestar, pero mientras deliberaba esto, mi puerta se abrió de un empujón y fui sorprendido por dos tipos vestidos de negro, gafas oscuras, corte de cabello a lo sardo y pistola en mano. Me invitaron a acompañarlos y estaba claro que no podía negarme.

Trataré de recrear los hechos a partir de este momento. Aclaro que me será difícil por la naturaleza del evento además de ser yo mismo la víctima. Sólo será la confianza en mi memoria lo que me servirá de herramienta para armar los acontecimientos.

Estos son los hechos, tal como los puedo reconstruir ahora.

III

(Recreación)

14 de Enero de 2009

Después de subirme al auto sin ningún tipo de agresión por parte de los matones, que no fuera la amenazante arma que me apuntaba al estómago, fui llevado en calidad de secuestrado a una prisión pequeña. No podía ver nada, me mantuvieron agachado todo el camino, así que supongo, fue a una especie de cárcel rural. Ahí estuve toda la tarde y toda la noche sin probar alimento. Nadie me preguntó nada, nadie se me acercó, nadie respondió ninguna de mis preguntas. Di por hecho que sólo me habían llevado ahí para asesinarme. Pero después pensé que no lo harían porque primero querrían información que sólo yo poseía. Así que me relajé un poco y esperé a la persona que me interrogaría, me sacaría la sopa y después ordenaría que me mataran.

Nunca llegó.


15 de Enero de 2009

A la mañana siguiente, me despertó el ruido sordo de una macana que golpeaba la celda. Me dieron un plato de puré de algo y se retiraron sin pronunciar una palabra.

Como tres horas después, llegó un tipo con traje elegante, ágil y en apariencia menos hostil que los otros. Se sentó junto a mí sin presentarse.

―Sólo dígame quien le proporcionó esa información, entréguemela y estará durmiendo en su casa esta noche.

―Lo siento, no sé quien es usted ni de qué me está hablando. Tampoco sé qué estoy haciendo en este lugar. ―Me soltó una bofetada de revés que me rompió la nariz.

―¡No tengo tiempo para pendejadas! ―Dijo, mientras se sobaba la mano o se acomodaba su anillo.

Yo, que ya me había imaginado por las que iba a pasar, basándome en las películas que he visto, me había creado toda una historia en mi imaginación de torturas, dolores impensables y sufrimientos horribles que había decidido soportar estoicamente; pero en ese momento supe que no resistiría otra bofetada de esas. Así que me alineé y solté la sopa antes de que se le volviera a desacomodar su anillo o se lastimara la mano sin ningún motivo.

―Mire, si se lo digo, no me va a creer, así que le pido que antes de que se le ocurra golpearme de nuevo, por favor termine de escucharme y después me hace todas las preguntas que quiera. Prometo decirle todo tal cual fue.

Mi nariz no dejaba de sangrar.

―Es un trato. ―Dijo, pero yo no me quedé muy convencido. Su tono era de una intolerancia efervescente.

―Escuche, ayer pedí un taxi como a eso de las once de la noche. Al subirme, en el asiento trasero encontré un celular. Observé el modelo y me di cuenta que era un teléfono barato y viejo. Le comenté al taxista y me dijo que no sabía de quien era, que nadie se había subido a su taxi desde que lo llevó a lavar unas horas antes y que si quería me lo podía quedar. Yo alegué que lo debería guardar, que seguramente alguien iba a hablar al sitio para preguntar por su teléfono, pero me insistió en que lo conservara.

No quise seguir discutiendo, así que lo guardé en mi saco. Ya en casa, me disponía a dormir cuando el viejo celular timbró. Una voz de hombre me dijo que por única vez, tendría la oportunidad de hablar con quien yo quisiera. Lo primero que me pasó por la mente fue colgar, pero la voz se adelantó a decir que si interrumpía la llamada, perdería la única gran oportunidad de mi vida. Mi instinto de reportero se aguzó y decidí probar. Total, nada perdía por seguirle el juego a la voz del otro lado del teléfono. Después de pensar un rato sobre la persona a la que convendría llamar, elegí hablar con él y grabé la entrevista. Está guardada en mi casa dentro...

―¿Hizo copias?

―No, no me dio tiempo. ―Mentí.

―Voy a enviar gente a su casa, traeremos el teléfono que dice y la grabación. Si es cierto, lo aclararemos, si no, sentirá lo que es jugar conmigo.

Cuatro horas después regresaba el tipo del anillo. Se acercó y me soltó otra bofetada, pero esta vez en el pómulo. El golpe me hizo ver luces y sentí que me había roto el hueso.

―¿Por qué me mintió diciendo que no había hecho copias? ―Dijo, enfurecido y me soltó una patada en la espinilla que me tiró al suelo.

Yo sólo me quejaba y gemía, revolcándome en el piso y agarrando mi pierna.

―¡Levántese, no sea puto! Dígame la dirección del sitio de taxis donde tomó aquel vehículo.

Entre sollozos le di la dirección y salió de ahí dejando instrucciones de que me dieran una calentada, arguyendo que me haría bien para que dejara de hacerme pendejo. Yo me quedé hecho bola en el piso y como no me quise levantar, me agarraron a patadas hasta que ya no pude respirar y perdí el conocimiento.

No fue por mucho tiempo. Cuando me despertaron con una cubetada de agua, me dolía el costado y tenía una venda enrollada en el tórax, me habían roto una costilla.

Para mi sorpresa, el taxista que me había llevado a casa esa noche, estaba sentado junto a mí, amarrado a una silla. Tenía el rostro amoratado; era evidente que lo habían torturado mientras yo dormía.

El taxista me miraba con el único ojo por el que podía ver y no sé si me veía con odio o era la expresión que tenía su rostro por los golpes. Volteaba a verme y luego dirigía la mirada hacia los matones para decirles que no sabía nada. Recibía entonces otra tanda de golpes e improperios sólo para volverse hacia mí, nuevamente con su único ojo en funciones y repetir que no sabía nada de ese teléfono al tiempo que escupía sangre a los pies de los tipos malos para después recibir otra golpiza.

Pensé que lo matarían, así que lo exhorté a que dijera la verdad pero sólo recibí una patada en mi espinilla sana y, ahora sí, estoy seguro, una mirada de odio de parte del taxista.

Decidí no volver a abrir la boca. Me limité a observar cómo el pobre hombre recibía nuevos golpes e ir viendo cómo la vida se le escapaba lentamente entre mentadas de madre y cachazos en la cabeza. Cuando murió, me dijeron los matones que él no sabía nada, pero que no podían dejarlo vivo. Verdaderamente me asusté y empecé a sollozar como un cobarde.

Quiero aclarar aquí, que yo soy reportero de espectáculos, nunca me metí a reportar asuntos policíacos porque mi temperamento es más fino. No es que fuera un cobarde, no, si no que soy de esos espíritus sensibles que lloran fácilmente ante una obra de arte. Pero estoy seguro que para esos hombres, yo no era sino un tipo sin valor, capaz de vender a mi madre con tal de no ser lastimado. En cambio, del taxista se expresaban con respeto, como si fueran ellos los deudos o sus mejores amigos y estuvieran afligidos por haberlo perdido en muerte tan injusta.

Yo creí desde el primer momento, que el taxista estaba involucrado en el asunto del teléfono, se me había hecho sospechosa su actitud esa noche ¿Qué taxista no se queda gustoso con algo de valor que no le pertenece? Pero según esos hombres, él sólo había sido una víctima y por lo visto yo tenía que pagar por eso. Las horas siguientes fueron de terror psicológico, amenazas y más golpes.

16 de Enero de 2009

El hombre del anillo regresó a platicar conmigo por la tarde, pero pidió que me sacaran de mi celda y me condujeran a un patio trasero de la prisión. Pensé que la razón era que durante el crimen del taxista y la tortura que recibí, mi cuerpo se aflojó y toda mi ropa olía a mierda. Mi celda estaba sucia y apestosa; así que el mejor lugar para hablar conmigo era un lugar ventilado.

(No puedo recordar esos momentos sin sentir vergüenza y asco de mí mismo)

Pero la verdadera razón era otra. Todo pasó muy rápido, recuerdo. Lo comprendí súbitamente, como en una visión.

Una camioneta con el motor encendido, un matón sacando la pistola, yo en medio de ese patio. Iban a matarme y a subir mi cuerpo a esa camioneta para desaparecerme.

Me puse a hablar sin parar. Dije que ya tenían las piezas en su poder. Que yo había mandado a hacer copias para distintas personas y que si no sabían de mí en cierto tiempo, se harían públicas además de denunciar mi desaparición.

Esto pareció alertarlos y el hombre hizo un ademán al matón indicándole que guardara el arma. Me dijo que si no revelaba los nombres de las personas que poseían las copias, me torturaría hasta que le suplicara que me matara. Yo seguí hablando atropelladamente.

―Son muchas copias y no pueden matar a todos, entre ellos hay gente importante de los medios y es mejor llegar a algún acuerdo para detener esta locura. No es tan grave si...

Sentí un golpe en el costado bajo que me dejó sin poder hablar y me desplomé.

El hombre se me acercó y mirándome con desprecio tirado en el suelo, dio órdenes de que me golpearan hasta que me volviera a cagar y se fue furioso dando grandes zancadas.

Parecía que había ganado algo de tiempo, pero también otra golpiza.

17 de Enero de 2009

Desperté en mi celda en peores condiciones que el día anterior, hecho mierda pero de la golpiza que me acomodaron los madrina. No podía moverme, así que el hombre del anillo tuvo que entrar a la celda y oler mi suciedad.

Con un pañuelo blanco se tapaba la boca y la nariz.

―El trato es este, usted será llevado a un hospital del estado y después se irá a casa. A cambio, no publicará la entrevista y destruirá todas las copias. Si hace lo que se le ordena, no volverá a ser molestado, pero si no lo hace, lo destruiremos. ―Dijo, como si tal cosa.

―Le dije que podíamos llegar a un ac...

―¡Cállese el hocico y responda! ¿Está de acuerdo? ―Gritó a través de su pañuelo blanco.

―Sí, estoy de acuerdo. ―Respondí, creyendo que sería nuevamente lastimado por el sujeto.

IV

21 de Enero de 2009

(Horas más tarde)

Después de tres días en el hospital, me enviaron a casa con vendas en el cuerpo y unas puntadas en la mejilla.

Pienso en cumplir mi promesa al pie de la letra. Destruiré todas las copias y sólo guardaré una para mí.

Ahora entiendo sus palabras. Él fue muy claro cuando aceptó la entrevista. Me dijo que lo que me diría era útil sólo para mí, que no le serviría a nadie más y que en caso de hacerlo público, se desatarían fuerzas contrarias, yo sería la principal víctima y otros saldrían lastimados, como al final sucedió. Me comporté igual que un fariseo sordo y ciego.

Espero reponerme pronto y aceptaré el ofrecimiento que me hicieron para cubrir, irónicamente, la nueva puesta en escena de la ópera-rock Jesucristo Superestrella.

Isabel

Jorge S. Luquín

Conocí a Isabel una tarde que no tenía nada que hacer. Trataba de escapar del aburrimiento y entré a la sección de literatura en la biblioteca central. Tomé un libro forrado de piel verde sin fijarme en el título, el color verde me gusta en particular y quise sentir ese color entre mis dedos. Lo abrí y me encontré con unos poemas. Poemas que habían hecho llorar a una tal Isabel, lo supe porque había hecho un sinnúmero de anotaciones, tachaduras y reflexiones; además de haber dejado una dirección con su nombre en la primera página.
Que la habían hecho llorar esos poemas, lo deduje por la textura de las hojas del libro. Se veía claramente que había estado expuesto a la humedad. Pudiera haber sido que el libro simplemente se mojara por accidente, pero más tarde comprobé que las huellas de humedad eran lágrimas de Isabel.

En sus apuntes y reflexiones se percibía su sensibilidad; me gustó. En los versos elegidos por ella, dejaba ver su alma desnuda, sin pudor. Un alma imaginativa y ansiosa; a veces voraz, a veces torpe.
Tal vez por eso, por mostrarse sin miedo, abierta, es que me atreví a transcribir la dirección escrita de su puño y letra.
Le escribí. Me temblaba la mano sólo de pensar que ella se encontraba a sólo tres horas de distancia. ¿Cómo sería ella? Con la suerte que tengo, seguro será una vieja pinche de vientre abultado y piernas zambas.

Le dije en el correo que la admiraba aún sin conocerla, que nunca había tenido la oportunidad de leer las reflexiones tan sinceras de una mujer. Le dije que me disculpara por haber penetrado en su intimidad, pero que ese libro era ahora público junto con su dirección y sus reflexiones.
Estaba enamorado de ella, pero esto no se lo dije. Envié el correo.

En los días siguientes me arrepentí. Releí sus notas en el libro y ahora me parecían cursis. Sí, Isabel era torpe.
Llegó la respuesta de Isabel y me asustó. Llegué a creer que nadie respondería y eso me confortaba; después de todo, mi carta también era cursi.
Abrí el correo. Me sentía nervioso, descubrí que había estado esperando la respuesta. Estaba más que excitado, sentía mi corazón latir en todo el cuerpo. Lo leí:

―¿Qué poema es el que más te gusta?

¡Era todo! No me preguntó nada. ¿Cómo conseguiste mi correo? ¿Cómo te atreves a invadirme? ¿Quién eres? Nada. Sólo esa pregunta, que además era amistosa.

Yo no había leído los poemas. Tomé el libro y leí el poema en el que más notas había escrito Isabel. Le escribí los versos.
La tarde es a mi amor una frágil tortura
de increíble belleza, un ave agonizante
que en mis manos es como la mano de la novia
temblando de piedad y de tibios recuerdos.

―Es el que más me gusta. ―Le decía.
A punto estaba de enviar el correo cuando me arrepentí. Qué estupidez, pensé. Ella sabría que era un embuste. Era obvio que yo sabía cuál le gustaba más a ella. Además ese verso era nefasto. ¡En mis manos es como la mano de la novia! Borré el correo y le escribí diciendo que no había leído todos los versos, pero que el que en particular me gustó fue uno al que ella no le dedicó ni una sola línea. A mí me gustaron éstos, Isabel.
A pausas de veneno, la desdichada flor de la miseria
me penetró en el alma, dulcemente,
con esa lenta furia de quien sabe lo que hace.
Le envié el correo. Me respondería y yo le explicaría por qué esos eran mejores versos y entonces ella me pediría que nos viéramos para conocernos, o no me volvería a escribir y así me desharía de una persona que no sabe apreciar la poesía.
No contestó.
¡Qué engreimiento el mío! En verdad era un tarado. ¿Cómo pensé que bufoneando y humillándola me pediría que nos conociéramos?
Esa noche soñé con ella o por lo menos vi la imagen que tenía de ella. Me veía con desprecio, con aire de superioridad y pasaba de largo con una mueca de burla.

Recibí su contestación. Se disculpaba diciendo que había tenido que salir por unos días.

―Son hermosos los versos que te gustan. No apunté nada en ellos porque mi corazón no estaba violentado, sólo soñaba y remembraba.

Qué dulce era Isabel y qué miedoso e inseguro era yo. Ahí estaba ella, sin complicaciones, fresca, franca, abierta y yo siempre con mis miedos imaginando lo peor.
Con sus palabras amables, me infundió renovada confianza y le escribí invitándola a que me confiara sus lecturas preferidas.

Entre nombres de autores y libros, le preguntaba con frecuencia cómo era físicamente pero nunca respondía. En cada oportunidad le pedía que nos conociéramos y siempre encontraba alguna excusa. Llegué a pensar que verdaderamente era horrible y se ocultaba de mí, pero a cada negativa, yo me sentía más seguro. ¿Qué haría si me dijera que sí? Si era una mujer hermosa, me sentiría avergonzado de estar con ella.
Nunca volvió a ausentarse en nuestra comunicación epistolar. Yo siempre me sentí irritado por no poder verla y sólo tener que imaginarla. La curiosidad me embargaba. Pero también tenía miedo de ella, pensaba que si la veía, no sabría qué decirle, cómo tratarla. Nunca lo había hecho, nunca antes había estado con una mujer. Pero Isabel era diferente, con ella podría intentarlo porque nunca me había rechazado.
Una mañana recibí su última carta. Me invitaba a conocernos en persona. Era evidente que no esperaba una negativa de mi parte, en el correo ponía todas las condiciones. Llevaría una flor artificial en la solapa para que la reconociera, llegaría a la estación a las tres de la tarde en diez días y yo la esperaría de bajo del reloj central.

Una mujer de cabello largo, negro, ondulado, de tez blanquísima y caminar magnético de aproximadamente veinticinco años, bajó del autobús. Lucía un vestido verde satinado que dejaba ver sus hermosas curvas y en los tirantes del vestido se asomaba apenas una delicada flor naranja a manera de prendedor. Es cierto que no llevaba ninguna prenda con solapa ni la flor era grande, como había dicho Isabel, pero yo estaba seguro que era ella, el nombre de Isabel manaba de toda su presencia, además yo le había dicho que el verde era mi color favorito, se lo dije cuando le expliqué que ese había sido el motivo de escoger, entre muchos, el libro en la biblioteca.

Pasó de largo sin ni siquiera mirarme. Isabel apareció casi detrás de la muchacha de verde con una flor enorme en la solapa. ¡Era horrible! Vieja y mal vestida, con mirada de perro manso. No, no podía ser Isabel. Los sentimientos sublimes que yo conocía, no podían provenir de ese remedo de mujer. Volteé a ver a mi Isabel que se alejaba rápidamente en su traje verde y me sentí traicionado. Di media vuelta y me alejé.

15 sept 2009

El Viajero

El Viajero

Jorge S. Luquín

Por años me había llamado la atención mi vecino de mesa en el restaurante donde acostumbro hacer mis alimentos. Me parecía el tipo más rutinario del mundo. Siempre llegaba tres minutos después que yo, se sentaba en la silla que daba de frente a mí, lo atendía la misma mesera y procedía del mismo modo: Tomaba la carta, la hojeaba, la cerraba y terminaba pidiendo lo de todos los días. En el desayuno huevos divorciados con bistec, jugo de naranja y café americano; en la comida sopa de lentejas, arroz con plátano y albóndigas (martes y jueves intercambiaba las lentejas por fideos) a la hora de la cena frijoles refritos con chorizo, pan blanco, café con leche y una empanada de manzana.
Vestía siempre igual, camisa azul, muy limpia, saco café de lana y un pantalón de color incierto.
Al verlo pensaba en la cantidad de hombres como ese que habría por todos los cafés del planeta.

De lunes a domingo entraba al restaurante, tomaba asiento y observaba mi reloj; a los tres minutos lo veía entrar, sentarse y comenzar su ritual.
Tenía más de diez años de medirle el tiempo y ver su exactitud cronométrica.

Una noche que disfrutaba su empanada de manzana, alzó la vista y se encontró con la mía. Torcí la boca en un intento de sonrisa; el me respondió alzando la empanada mordida como si estuviera brindando conmigo y se volvió, concentrado en su café con leche. Ese fue el principio de nuestra amistad.

Era sin embargo, una amistad extraña; aunque siempre coincidimos en el mismo lugar y casi a la misma hora (con tres minutos de diferencia) él siempre se sentaba en su lugar de costumbre y desde ahí conversábamos. Sólo nos separaban dos sillas, la silla opuesta a la suya, en su mesa y la silla opuesta a la mía, en mi mesa.

Me parecía un viejo con clase, una especie de sabio. De su charla deduje que era un melancólico con todas las características que esa palabra implica. Pensaba que todo tiempo pasado fue mejor, que el café ya no lo hacen como antes, los cigarros son cada vez más suaves y artificiales, las mujeres cada vez más putas, aunque eso no terminaba por molestarle del todo ―acotaba―. Opinaba que los meseros son cada día más insolentes y la bebida se rebaja al simple acto de embriagarse, no importando si era un ron apestoso o alcohol del noventa y seis. Tengo que confesar haber estado casi totalmente de acuerdo con él.
Concluía diciendo que debía existir en el mundo todavía “algo” valioso y que, si había justicia, ese “algo” lo encontraría a él en algún lugar ya que sólo logró adivinar su existencia pero no pudo encontrarlo.

Después de innumerables charlas en las que conocí su opinión sobre el estado del mundo en la actualidad, entre cafés con leche y empanadas de manzana, un día desapareció. Simplemente nunca regresó al restaurante. Durante dos años observé su silla vacía u ocupada por otros comensales menos interesantes. Las primeras veces volteaba a ver mi reloj, contaba tres minutos, pero terminé por no esperar a aquel hombre envuelto en su saco café de lana.
Pensé que a lo mejor ese “algo” que siempre esperó había terminado por parársele en frente, y me descubrí deseando ser sorprendido por ese “algo”, lo que fuera que ese “algo” significara.

Alguna vez leí que el hombre debe tener cuidado con lo que desea porque se le hará realidad, y ahora estoy convencido de la certeza de esa sentencia. Ese “algo” apareció en la forma de mi vecino de mesa. Me lo encontré en la calle, así, de pronto. Estaba parado junto a mí. Al principio no lo reconocí, no traía su viejo saco, ni su camisa azul ni su pantalón de color incierto. Vestía, digamos, más juvenil.
Me saludó efusivamente, algo inusual en él; me palmeó la espalda y sonriendo me dijo que si no tenía nada mejor que hacer, me invitaría a tomar unos tragos. Su lenguaje era como el de un joven de esos que, apenas hacía dos años, desdeñaba por no conocer “el verdadero sentido de la vida” para usar sus propias palabras. Su lenguaje era coloquial, desenfadado y su apariencia era la de un hombre de edad indefinida; muy vital y al mismo tiempo emanaba un aura de misterio. De esas personas que volteamos a ver siempre que pasan cerca de uno.
Yo me dirigía a comer y nunca, en veinte años había dejado pasar la hora de mis alimentos. Pero la sorpresa de ver a mi antiguo amigo y su transformación, fue más fuerte que mi hambre. Así que accedí complacido y nos dirigimos a una cantina.

En medio de una botella de vodka y una sucesión ininterrumpida de brindis que ya me tenían mareado por mi falta de costumbre al alcohol, conversamos sobre los últimos acontecimientos. Me sentí incómodo al descubrir que mientras él hablaba de mujeres y hombres desconocidos que se dedicaban a no sé qué prácticas y a realizar algunos viajes que no me quedó muy claro a dónde, yo sólo le hablaba de los cambios ocurridos con la remodelación del restaurante, la llegada de nuevas meseras y cocineros y el mal sazón que tenían últimamente.
Me disculpé por no poder compartir con él mayores experiencias sobre mi vida en los últimos dos años.
La plática se fue al tema del sexo. Hablaba de secretos ocultos en el manejo de la energía sexual. Yo estaba confundido. No podía poner toda mi atención en lo que decía porque mi mente iba de su charla a su imagen. Simplemente no podía creer que ese hombre sentado frente a mí pudiera ser el mismo hombre apagado, misterioso, callado, antisocial y casi misántropo que había conocido unos años antes, enterrado en un viejo café de la ciudad.
Después, no recuerdo por qué, terminamos hablando de la idea de la divinidad. Explicaba que Dios era sólo una palabra que representaba la estructura de la psique humana.
―No es un ser ―Decía. ―Sino la representación de cómo está formado el ser.
Mientras explicaba estas herejías, más evidente era su transformación. Se emocionaba con su propia charla y su vitalidad se volvía desbordante y contagiosa.
No pude contenerme. No sé si fue la curiosidad de verlo tan distinto o el exceso de copas pero me tomé la libertad de preguntarle sobre su cambio tan notorio.

Se me quedó mirando, sonrió y me preguntó como si nada si quería en verdad saberlo. Mi respuesta consistió en preguntarle si había encontrado ese “algo”.
―Sí, lo encontré. ―Dijo, y volvió a sonreír.
Le pregunté si su ofrecimiento para conocer su secreto estaba relacionado con ese “algo”, y como respuesta sólo recibí un movimiento afirmativo de cabeza, acompañado de una mirada enigmática.

Definitivamente me interesaba, así que dije sí, algo locuaz, y me citó en una dirección de la colonia Roma que apunté en una servilleta y salí de la cantina casi cayéndome de borracho pero fantaseando sobre una vida futura.

A pesar de mi carácter un tanto antisocial, la reunión resultó interesante. Al principio parecía una fiesta común, con grandes cantidades de alcohol al cual vi que mi compañero se había vuelto muy aficionado. Nos encontrábamos en el jardín de una casa antigua de cantera bien pulida, con techos altos muy decorados y el pasto del jardín impecable.

No acostumbro beber y sin embargo esa noche el alcohol parecía haber perdido su efecto nocivo en mí. Tal vez por la pastilla que disolvieron en la bebida no me emborraché a pesar de que ingerí mucho más vodka del que he estado acostumbrado siempre. En cambio, tuvo un efecto novedoso.

En determinado momento, me abordó un individuo al cual no se le podía adivinar la edad, en eso era muy similar a mi compañero, parecían haber sacado juventud de su pasado. Su vitalidad estaba a flor de piel, gritaba y se movía como si le sobrara energía y no supiera por donde darle expresión. El hombre me preguntó sobre mis viajes y yo le expliqué que nunca había salido del país, me miró divertido y me dio golpecitos en la espalda al tiempo que reía mirándome con aire de complicidad. Comenzó a platicarme sobre lo que él llamaba “sus salidas” y que, por lo que entendí, habían sido a regiones poco exploradas del mundo. Describía una vegetación extraña, paisajes coloridos y fauna desconocida para mí.

Conforme escuchaba la descripción de un mundo de ensueño, comencé a ver a mi interlocutor cada vez más lejos, como si lo observara a través de un tubo muy, muy largo. Su voz se oía lejana y no lograba ya entender lo que decía. Mientras observaba este fenómeno con cierta curiosidad, el hombre se perdió en el infinito. Pero de pronto volví a escuchar su voz, o eso creí. Me relataba algún mito primitivo o a lo mejor un cuento medieval.
Mientras ponía atención a los detalles de la historia, observé cómo todos los presentes se transformaban en los personajes de dicho drama, mi compañero de mesa caminó hacia mí con una falange en la mano y cercenó mi cabeza de un tajo. El mundo comenzó a girar a una velocidad vertiginosa y cuando se detuvo, me di cuenta que era mi cabeza rodando por el suelo la que se había detenido. Desde mi nueva posición vi que mi compañero arrancaba mi corazón y después abría mi vientre, sacaba mis intestinos y dividía mi cuerpo por la mitad. A pesar de lo terrible de la situación me sentía ausente, como si estuviera viendo una película y no fuera yo la víctima de ese asesinato. Todos observaban impávidos, parecía que les fuera familiar semejante espectáculo.

Tomaron lo que quedaba de mí y lo enterraron bajo un árbol parecido a una acacia, me abandonaron y quedé inerte sintiendo la humedad de la tierra removida en cada parte de mi cuerpo mutilado. Mi estancia en medio de la tierra, en esa soledad indecible, sabiéndome perdido para el mundo, me hizo sentir la vacuidad de la existencia; mi mente era lo único en movimiento. Estoy muerto ―Pensaba―. Ya no podré ver el cielo, ni articular palabras, ni escuchar la risa de la gente.
Además, la muerte era peor que todas las teorías que había escuchado, no veía el famoso túnel, ni la luz, ni el cielo ni el infierno; sólo una oscura soledad confinada a un espacio de tal vez un metro cuadrado, lo que ocuparía mi cuerpo hecho pedazos. No iba a ninguna parte, ni reencarnaba, ni existía el eterno retorno, ni me convertía en animal, ni en Ángel, ni me disolvía en la nada. Soledad, sólo soledad.
Una voz que sentí ajena, imparcial, sin emoción alguna, comenzó a hacerse o a hacerme preguntas, no sé.

¿Si Dios no existe, por qué estoy pensando? ¿No debería de haber desaparecido mi conciencia? ¿Si sí existe por qué sigo atado a este espacio? ¿Será esto el purgatorio? ¿Qué hice en mi vida? ¿Viví lo que quise vivir? ¿Por qué me confiné todos estos años a una mesa de café? ¿Qué le dejo al mundo? ¿Debí dejarle algo al mundo? ¿Para qué? ¿Qué es la vida? ¿Me fui fiel a mí mismo o me traicioné? ¿Supe lo que quería? Y ¿El amor? ¿Lo conocí? ¿Era importante el amor? Ya muerto ¿Qué es importante? Y si tuviera otra oportunidad ¿Qué haría?

A lo lejos escuché voces que cantaban alguna especie de himno. Las voces comenzaron a acercarse. Sentí cómo la tierra que cubría mi cuerpo se movía y una luz se empezó a vislumbrar. Ángeles ―Pensé―. O demonios que por fin vienen por mí. La tierra seguía moviéndose, escuchaba cómo la removían con alguna herramienta y la luz se volvía más intensa. Me desenterraron y pude reconocer a mi asesino y a sus cómplices. Mi compañero se puso una máscara de león, tomó una de mis manos, pronunció unas palabras ininteligibles y me levantó. Yo estaba completo, vivo y asustado. Todos me miraban de manera expectante y no entendía qué esperaban de mí.

Empezaron a reírse y a señalar mi ropa; me miré y estaba vomitado, lleno de tierra. Al parecer me había quedado dormido mientras escuchaba al tipo de los viajes extraños y me caí en una jardinera.
Me preguntaron cual había sido mi viaje y creí que deseaban que les relatara mi experiencia. Me sentía muy mareado pero accedí. Al concluir, se miraban entre ellos como extrañados y dedujeron que ese no había sido un viaje, que no me había sabido conducir.
―No fuiste a ninguna parte. ―Me dijeron.
―Sólo tuviste un mal sueño.
Nunca más volvieron a invitarme a sus reuniones. Pero nunca supe si fue porque, como dijeron, yo no había podido hacer el viaje, o sólo fue un artificio para despedirme después de haberme regalado semejante experiencia. Como fuera, desaparecieron para siempre.
Pensé en regresar al restaurante pero me acordé de la voz. “Y si tuviera otra oportunidad ¿Qué haría?” Me quité mi camisa azul, mi saco café, mi pantalón de color incierto, me puse un traje nuevo y me perdí en medio del bullicio del mundo.

25 ago 2009

Los motivos de la risa

Antón Chejov, los motivos de la risa


Pterocles Arenarius

Para la Maga


Reír, lector querido, es una de las gracias que nos aligeran la vida, nos vuelven grato cuanto ocurre en este tránsito, que muchos consideran trágico, que es la vida. El sentido de lo trágico necesita de la seriedad, es profundo, solemne. La risa encuera a la solemnidad, es inevitablemente superficial, demuestra que debajo de una vestimenta rimbombante y pretensiosa se ocultan, generalmente con vergüenza harta y fallido disimulo, las miserias. La risa es desnudez, salud y –¿alguien lo duda?– alegría. La risa nos devuelve a la superficie cuando el terrible peso de lo profundo amenaza con ahogarnos. Nos demuestra que el mundo puede ser agradablemente ligero, que todo puede llegar a carecer de importancia; extremo tan poco recomendable como todo extremo. No en balde en la edad media, nos dice Umberto Eco, los jerarcas eclesiásticos urgidos de poder y solemnidad (ergo, sobrados de miseria espiritual) destruyeron para siempre aquel pertinazmente citado y mencionado como prolijo tratado de Platón sobre la risa. Sospechamos, pero jamás sabremos qué dijo el sabio socrático, hemos perdido un motivo de deleite, del regocijo. Las circunstancias nos indican que no fue una pérdida menor. Pero consolémonos, lector ingente, por fortuna el humor es veta exuberante en el arte en general. Dice el erudito Paulo G. Cruz que “Dos cosas permitió Dios que Adán y Eva rescataran del Edén: la risa y el orgasmo”. Cuando se nos regala un motivo honesto y limpio para la risa, semejante acto es, no me contradirás, lector amable, obligatoriamente agradecible, liberador de tensiones tanto físicas como espirituales que llegaríamos, en efecto, a compararlo con el orgasmo en ciertas condiciones. Pero ¿qué es un motivo honesto y limpio que convoque a la risa? La risa no debe ser jamás causa de escarnio –lapidación del más tonto en el corrillo o de aquél que sea pillado en sus cinco minutos de inepcia–, la risa benévola y honesta no agrede ni molesta (quizás salvaríamos a la ironía en su inteligencia, su finura), la risa conmueve, aproxima a los humanos, nos da un atisbo del alma del que nos provee el objeto risible o bien del propio objeto. En realidad de ambos. La única excepción éticamente válida para ejercer el sarcasmo acerbo, convengamos, lector amigo, sea el que se ejerce legítimamente contra el poder. Por lo demás –en medio de sus engreídos rituales y protocolos–, difícilmente habrá víctima propiciatoria más ad hoc para la burla que aquellos hombres que ejercen el poder de manera desmedida e ilegítima. Y lo merecen. El humor, la burla, es el único medio de consuelo, la mínima válvula de escape para sentirnos libres de la asfixiante opresión de un poder excesivo. Pero, bien, abandonemos la tan extensa digresión, lector paciente. Estas letras se dirigían originalmente hacia la obra de uno de los padres del cuento moderno. Antón Chejov. Prolífico autor finisecular (pero decimonónico y no milenarista) que, respondiendo a las condiciones de su época, nos obsequió una ingente obra, pero además genial y no sólo eso, fundacional para la literatura del siglo que concluyó. Junto con Maupassant y Allan Poe, pero independientemente del francés y el anglonorteamericano, que son no menos geniales, Chejov renueva, airea y refunda el género breve. Sus vertientes son ajenas a las de aquéllos y absolutamente personales y propias del espíritu ruso. Chejov nos remite, casi en cada una de sus obras, a la particularidad minimalista de una humilde persona de la más popular vena. Y la imagen espiritual es gozosa. Gracias a Chejov, inteligente lector, diremos, los rusos son personas benévolas, ingenuas, desbordadas en ciertas actitudes sensibleras, risiblemente mezquinas, víctimas de supersticiones que en realidad resultan conmovedoramente encantadoras. Son como casi todos los seres humanos. Vivir en Rusia, entre esos rusos, ¿quizá en Taganrog?, donde él nació, sea tan sensiblemente grato como los propios cuentos de Chejov.
¿Pero cómo lo logra? ¿Cuál es el artificio “diabólico” dirían los inquisidores medievales para que en un momento de la lectura de un cuento chejoviano, de pronto, estallemos en carcajadas alarmando a quien nos acompaña? Vaya un botón:
Un hombre sumamente honorable, más que menos adinerado, culto –positivista ortodoxo– y de espíritu abierto según su propia valoración, asiste a una sesión de espiritismo tan en boga en aquellos años. La deliberación adquiere una creciente intensidad cuando a nuestro personaje pretendidamente le demuestran una comunicación con el “más allá”, concretamente con uno de sus propios parientes. Cuando el hombre se retira a reposar en la alta noche y en soledad se siente intranquilo, desasosegado. Su desazón se agranda cuando observa un retrato del mismo pariente difunto con quien le "establecieron comunicación" los espiritistas sesionantes. Nuestro héroe no refrenda la curiosidad, la vocación, el interés por el tema parapsicológico de la comunicación con un habitante de ultratumba, sentimientos que lo inundaran ante la presencia de sus amigos. En soledad sólo siente terror. Incluso no puede evitar que sus ojos permanezcan fijos en los del retrato de su pariente. En cierto momento, nuestro hombre puede ver claramente que el retrato le guiña un ojo. Aterrorizado corre. Busca compañía –sí, igual que un niño cuando va a la cama de los papás pidiendo dormir con ellos porque tiene miedo–. ¿El guiño del retrato fue real? Por supuesto que no, claro. Además no importa. Lo que importa es que para el personaje sí lo fue. Se derrumbó su mundo. Eso es trágico, incluso atroz. La respuesta es superficial, absurda; sí, risible. El hombre sale corriendo. ¿Huyendo de qué? Quizás huyendo de sí mismo. Quizás no soporte la excesiva cantidad de implicaciones que tiene el hecho de que un retrato de un difunto le haya guiñado un ojo. El sabe en su fuero interno que ni siquiera eso importa. Sabe que él no puede, ni siquiera le corresponde dictaminar sobre la verdad o no de un suceso: un guiño de un retrato. Dicen que todo miedo es miedo a la muerte. Entonces, la muerte, “el otro lado” se ve concretado en un gesto, en una banalidad. Es un tema demasiado profundo, la muerte es la solemnidad por antonomasia. La tragedia. ¿Como contrarrestarla?… Tienes razón, lector brillante, con la risa. Los mexicanos, recordemos, somos considerados excéntricos y mundialmente famosos por nuestra facilidad de reír ante la idea de la muerte. Chejov sabía un rato de tal concepto.
Algo, lector, nos llama la atención, ¿qué tipo de guiño fue el que le hizo a nuestro pobre caballero el retrato de su tío? ¿Fue un guiño simplemente picaresco?, quizá fuera de complicidad, pero ¿por qué no –nada se nos indica en contrario– fue un guiño obsceno que los hay? ¿Por qué no? Una insoportable vulgaridad desde el más allá, para mayor malestar del honorable funcionario de marras. La circunstancia nos estimula la imaginación y la risa se vuelve indetenible. El contraste entre la idea de la muerte y un ambiguo guiño de ultratumba por parte de un retrato de un hombre que sospecharíamos más formal y seriesísimo que el mismo temeroso observador del retrato provocan un acceso, un verdadero ataque incontrolable, deleitable, saludable. Catártico. Riamos, noble amigo. Aunque procuremos no observar insistentemente retratos de difuntos y menos si son parientes, al menos no en soledad y en altas horas de la noche. El cuento se llama Los nervios y es legible en cualquier buena antología chejoviana.

13 ago 2009

El cuento

El cuento, un punto de vista general.


Pterocles Arenarius

Para mi soldadera

Un cuento tiene que ser una narración maravillosa, si no lo es, no vale la pena gastar el tiempo en leerlo. Y es que el cuento es un subgénero de la narrativa que a su vez forma parte del arte creado en letras: la literatura.
El cuento tiene características esenciales que lo diferencian de cualquier otro tipo de creación literaria. Dos características son privativas del cuento, su brevedad y su unicidad anecdótica, esto último, en otras palabras, el hecho de que un cuento es anécdota, una sola anécdota. Acaso el cuento se permitiera incluir más de una anécdota para reforzar el efecto, su objetivo último. El cuento es, pues, una narración de efecto, de un solo, íntegro y devastador efecto. Un gran cuento, decía don Edmundo Valadés, es el que se lee de una sentada y se recuerda toda la vida. Así debe ser de poderoso el efecto de un cuento.
La estructura del cuento suele ser el modelo canónico ―diríamos arquetípico― propio de toda exposición, dicha estructura consiste en introducción, planteamiento de un conflicto, desarrollo del conflicto, clímax del conflicto (también llamado nudo) y desenlace o final. Con la salvedad que en otro tipo de exposiciones no se incluye la palabra conflicto.
En resumen, el cuento es fundamentalmente anécdota y su objetivo es un solo efecto y su extensión es tan breve como sea posible, ya que una de las condiciones de la estética es la economía de recursos, es decir, el máximo de significado con el mínimo de palabras.
De lo anterior colegimos que todo recurso expresivo utilizado en la narración que pretenda ser cuento, debe estar al servicio de la anécdota. Toda descripción, toda acotación, diálogo, circunstancia, incidente o referencia deben estar al servicio de la anécdota. Si no ocurre así, aquello ―que debiera ser un recurso para elevar el texto― se convierte en un distractor, en un objeto ocioso sin función en el cuento, sin objetivo en el ensamblaje que tiene por razón de existencia impactar con el efecto final del cuento.
Examinando las partes del cuento que han sido mencionadas líneas arriba, anotemos que la introducción adquiere un relieve especial, porque en ella radica la primera impresión de la narración. La primera frase, a lo más los dos primeros renglones tienen que ser extraordinariamente atractivos de alguna manera para el lector. Plantear una incógnita, introducir una atmósfera, sorprender al lector, desconcertarlo, al fin, seducirlo. Mejor habría que decir, iniciar la seducción. Toda obra de arte debe tener por objeto seducir a su espectador. La obra literaria, como casi ninguna otra, está dirigida mucho más al intelecto que a las emociones u otras partes de la psique de la persona, si bien el objetivo serán en gran medida las emociones, pero a través del tamiz que constituye el intelecto, de entrada para descifrar los signos gráficos.
El planteamiento tanto como el desarrollo de la narración deben tener como condición imprescindible incrementar la tensión de la narración. Aumentar su interés. La anécdota del cuento es siempre un conflicto, un enfrentamiento en donde un ser humano, el protagonista del cuento, se encuentra y se confronta con otro personaje, el antagonista. Ahora bien, este personaje que constituye la oposición al protagonista o “héroe” de la historia, puede tener muy diversas índoles. Bien puede ser la naturaleza o Dios o un animal, un ser del otro mundo e incluso el propio protagonista que se enfrenta a sí mismo. El héroe puede tener un destino feliz y triunfar en el conflicto, o bien puede ser un héroe trágico que es derrotado y paga un precio muy alto y terrible por su derrota. Bien puede ocurrir que el protagonista sea en realidad (o aparentemente) el antihéroe, es decir, el que personifica los antivalores. Incluso podría ser el malvado. Aunque recordemos que el protagonista, cualquiera que éste sea, independientemente de los valores que personifique, es el que tiene las simpatías del lector. Difícilmente un lector permanecerá leyendo la historia de un personaje que le resulte odioso o intrascendente. El protagonista puede aparentar que es un sujeto cualquiera, pero esencialmente no lo es ya que nos plantea un drama humano muy interesante o incluso altamente conmovedor, es decir, nos obliga, en el fondo, a identificarnos con él. De lo contrario jamás leeremos semejante historia.
El desarrollo, necesariamente ha de contar con el equilibrio entre lo inteligible y lo interesante. Ni tan simple que nos decepcione ni tan intrincado que se vuelva confuso o muy difícil de entender; sobra decir que en ambos casos se destruye el interés. Salvando eso, tiene que, además, incrementar la tensión, continuar atrayendo el interés. Los recursos son múltiples, el humor, la intensidad del conflicto, la sordidez, el realismo, el candor de los personajes, su condición de malvados, etcétera. Una condición de estos recursos es la verosimilitud (palabra de que deriva de verdad y símil; es decir, que la anécdota sea muy parecida a la verdad), en la verosimilitud se encuentra la mayor parte del interés del cuento. Esta virtud es la que hace decir a los lectores “Es que así es la vida”, luego de sorprenderse, paradójicamente, de los asombrosos hechos ocurridos en la narración. Los detalles, las descripciones, los rasgos sicológicos de los personajes, se justifican sólo si colaboran a la verosimilitud del cuento.
El cuentista y novelista Eusebio Ruvalcaba dijo en cierta ocasión que el arte de escribir cuentos es muy similar al de hacer pasteles. Sostiene que se debe tener los mejores ingredientes, buena leche, muchos huevos, el suficiente dulce o la acritud o ambas a la vez, y finalmente combinarlos sabiamente. El símil es muy acertado. Buena leche para un cuentista significa el noble origen. Esto es un concepto muy complejo. La única manera, por el momento, encuentro para explicitarlo es mediante las citas de dos escritores fundamentales. Uno es el polaco Ryzard Kapuscinsky: “Ningún sujeto mezquino será un gran escritor”. El otro es el novelista argentino Ernesto Sábato: “Dostoyevsky, Tolstoi, Flaubert, fueron grandes hombres que han escrito”. Eso es lo que debemos entender por buena leche, la escurridiza idea de la grandeza de alma, de la generosidad, de la bondad, quizá del compromiso con los más débiles, digamos el espíritu quijotesco. Lo cual equivale a emitir un concepto sumamente confuso.
Otro ingrediente mencionado dice “Muchos huevos”, bueno, eso significa la capacidad de ponerle mucho sabor a los textos, mucho color. Hay quien sostiene que eso quiere decir valor. Digamos que sí. Finalmente toda narración es un retrato de la psique del autor, más aun, de su alma; exhibirse hasta semejantes profundidades requiere, sin duda, mucho valor. El dulce y lo agrio cada uno lo administra a su propio gusto y es una manera más para seducir a los lectores. Finalmente la gente puede enamorarse de un cuento, de una obra y eventualmente de su autor, hacia el cual se experimenta una inmensa gratitud por lo que nos regaló en su obra. El verdadero objetivo de la obra de arte es transformar a su espectador. Provocar en él la catarsis, la liberación, el desahogo. La obra de arte tiene que ser un acto de amor, el cual está necesariamente implicado por la seducción. Es en tales sucesos en los que se sustenta, en gran medida, toda obra de arte.
Continuando con las etapas de la estructura del cuento. En la cúspide de la tensión del la anécdota sobreviene el desenlace. Es ahí donde generalmente, pero no siempre, ocurre el último y decisivo golpe de efecto. En algún momento, se pensó que el final debía incluir la sorpresa. Grandes cuentistas probaron que no es así, que es posible hacer grandes cuentos en los que haya un final abierto, incluso anticlimático. El clímax es el momento en que el conflicto llega a una situación en la que ya es insostenible, en donde no es posible ir más allá, complicarlo más a riesgo de acabar con el interés, degradar la tensión. El final es el último golpe, porque, puesto que se trata de una anécdota, el efecto del cuento es unitario. Es decir, el arte del cuento es dotar a una anécdota de la fuerza para causar por sí misma un efecto tan poderoso como le sea posible.
Al final anotemos que, como en toda obra de arte, el cuento contiene el armonioso equilibrio entre fondo y forma, de tal manera que ambas se sustenten mutuamente, incluso se confundan y den la apariencia de naturalidad, de que aquel suceso sólo podía ser dicho de esa manera y de ninguna otra (porque así deben hablar esos personajes, porque tales palabras son las justas para las descripciones, porque no hay otra forma de contar lo que se cuenta).
En otra época era muy común que todas las narraciones se realizaran desde el punto de vista de un narrador omnisciente. En la narrativa moderna, influida por el relativismo que ha invadido desde principios del siglo XX todos los ámbitos del saber y la creación humanos, los cuentos cada vez más raramente tienen un narrador que, como Dios, lo sabe todo. Los cuentos, cuando tienen narrador en tercera persona (antes narrador omnisciente) nos prueban que éste es más bien una especie de testigo (narrateur avec, dicen los franceses), es una especie de acompañante de los personajes que de ninguna manera sabe todo y a veces ni siquiera sabe lo que sí saben algunos de sus propios personajes. Mucho más común es la manera de narrar en primera persona, en donde el protagonista es el propio narrador o al menos un personaje secundario que acompaña al protagonista. El punto de vista de la narración ha terminado por convertirse en uno de los elementos más importantes de la obra literaria, pues desde el punto de vista en que se observan los sucesos contados se determina la emoción que se imprimirá en la narración, es un elemento central de la verosimilitud y otorga al lector un sitial privilegiado desde el cual considerar la narración, si bien implica más riesgos al escritor.

Sabor del Aire


Sabor del Aire

Soldadera

Para El Hermoso.

--¿Qué te dijo?

--Nada. No quiere hablar. Desde que regresó está así, como pescado en congelador, con la mirada perdida y vidriosa. Sabrá Dios qué cosa le pasaría.

-- Yo le traje un caldito, a ver si quiere comer algo, ya ves cómo llegó en la mañana, toda tiznada, como si se hubiera revolcado en un cañal.

La tía se devoró el caldo de camarones que le preparó Martina, estaba recién hecho, tenía el olor delicioso del mar y de hojas de laurel sumado al colorcito rojo de los chiles anchos. Le hizo bien, se diría que casi pudo despertar se su letargo.

Cuando todos se cansaron de preguntarle durante el día entero qué le había pasado y por fin decidieron irse a dormir, yo me quedé junto a ella al lado de su hamaca. Mojé dos toallas, una la tendí en el piso sobre la colchoneta y la otra la enrollé en mi almohada para poder dormir, porque en esta temporada el calor se vuelve imposible.

Acababa de oír el silbido del velador, por eso supe que eran cerca de la una de la mañana cuando la tía Hilaria se levantó de la hamaca y se acostó junto a mí en el piso, sin más ni más y sin que yo le preguntara nada empezó solita a contarme.

--Salí ayer en la tarde a cobrar lo de la tanda, ya ves que si uno no va corriendito el día que toca, se lo gastan. Como doña Juana no estaba me fui hasta con Doña Tita, aprovechando que es la hora en que no está su marido, ya ves que la regaña si se endroga. Y pues ái voy. La casa está re lejos. Atravesé por toda la playa y caminé hasta la colonia y tuve que pasar por los cañales. Ahí estaba. Cuando lo vi acababan de incendiar el cañal, la llamarada llegaba bien alta. La cuadrilla estaba parada junto a un palo de mango esperando que la lumbre se apagara para empezar a cortar. Ni para cuándo todavía. Se veía re bonito cómo de repente salían de entre la caña las lenguas rojas y amarillas de la lumbre y cómo las sombras parecía que jugaban a esconderse en una vara y luego en otra. Estaba ya casi todo oscuro, la lumbrada iluminaba el campo y desde donde yo estaba lo alcanzaba a ver a él. Las culebras y conejos no hallaban ni por dónde salir corriendo. El ruido de las hojas consumiéndose daba hasta miedo, pero se ve tan bonito que uno siempre se queda pasmado. Él estaba sentado en la raíz del árbol con su machete en la mano y su pañuelo amarrado en la cara por eso del humo. Sus ojos relumbraban, cuando me cachó mirándolo me sentí como varita de caña que se consumía con sus ojos.

Seguí caminando para donde iba. Llegué con doña Tita y me dio lo de su quincena y lo de su hija la Adela. Me guardé los dos mil pesos y me regresé lueguito antes de que se me hiciera de plano noche, está bien lejos para regresar. Y pos… volví a pasar por el cañal. Ya se había consumido el fuego, se veía todo oscuro, nomás quedaba el olor a la caña que estaban cortando, al azúcar fresca de las varas tiernas y se sentía un calor del demonio. Yo iba bien a prisa, batallando con la falda larga que se me pegaba a las piernas por el sudor y tanteándome las piedras porque me llevé los huaraches viejos y todas me iban lastimando. La cuadrilla estaba del otro lado del cañal, a contra viento y que se me aparece como el diablo.

--¿¡Se te apareció el diablo!? ¡Con razón te pusiste así!

--No seas mensa. Me salió al camino él. El de siempre. ¿Te acuerdas? El hermoso. Yo creo que ya me estaba esperando, no atiné a hacer nada, me quedé ái parada nomás como tonta y él atajándome el camino. Respiraba tan fuerte que casi bufaba. Los de la cuadrilla ya habían incendiado otro cañal mientras cortaban el primero. Cuando la lumbre se arreciaba yo lo veía con esa claridad, sin la camisa, con su cabello despeinado, la ceniza pegada al cuerpo y el olor del melao que llenaba el aire. Traía su machete en la mano, no lo soltaba. Se veía bravo como un toro, pero así pensándolo bien, parado frente a mí, quién sabe quién era más indefenso. Tenía los ojos rojos por la humazón, pero la mirada le cambiaba como el fuego, a momentos veía como paloma acurrucada y en otros le volvía el brío de un mismísimo toro de lidia. Y yo, seguía quieta sin decir nada. Me agarró de la mano y me hizo caminar hasta el cafetal que le sigue a la caña. Me dijo con una voz que no sé si me retaba, o me advertía, o me suplicaba –te voy a hacer el amor.

--La tía Hilaria platicaba como en trance, yo la escuchaba sin poder creer lo que oía.

--Su boca sabe a melao, a caña fresca, tierna, recién cortada, tiene el mismo sabor del aire que en la zafra lo envuelve todo. Su saliva sabe al alcohol que lo mismo embriaga y prende fuego, sabe a miel, que recién ha arrebatado hervor en el trapiche, a piloncillo sin enfriar. ¿Qué hora es?

--Las dos y media, --le dije-- casi vencida de sueño, a pesar de mi intriga y de mi sorpresa.

A la mañana siguiente cuando despertamos la tía Hilaria ya no estaba. Dejó los huaraches viejos y se llevó los nuevos. La buscamos hasta por debajo de las piedras. Preguntando por aquí y por allá supimos que don Zeferino cortó su cañal ese día en la madrugada, cargaron el camión y su caña llegó al trapiche, pero del cortador que contrató y su cuadrilla no se volvió a saber nada. La única que los vio en la gasolinera fue doña Tita, quien dice, iba una mujer de copiloto muy parecida a la tía Hilaria, pero no estaba muy segura.