2 oct 2009

Candelario

Jorge S. Luquín

Al fin las campanas de la iglesia anunciaron la media noche. Observé que no hubiera vagabundos o algún velador y me metí a hurtadillas, protegido por la obscuridad, entre las rejas del viejo panteón. Las tumbas eran humildes, sin lápidas, sin mausoleos; sólo montículos de tierra formados en hileras. Algunas con flores frescas y agua; otras secas, arrumbadas, con nombres ilegibles por el paso de los años.
En la tumba que yo necesitaba debía leerse claramente un nombre, así que fui recorriendo el panteón sepulcro por sepulcro hasta su último recoveco; caminé al extremo opuesto de la entrada para evitar ser sorprendido o que algún trasnochado viera lo que no le estaba destinado a ser visto.

Candelario de la Luz Prístino 1891 1945 ―decía, con letras borrosas, una madera carcomida por el tiempo―. Pensé que ése me sería útil. Había vivido un poco más de cincuenta años y seguramente estaba todavía fuerte cuando murió.

Excavé más profundo de lo que había esperado para encontrar los restos. Cuando estaba a punto de desistir por el cansancio, descubrí una costilla, la caja se había podrido totalmente y sólo estaban los huesos revueltos en la tierra. Arrojé lejos la costilla y con el ánimo renovado me puse a buscar la cabeza. Por alguna razón, el cráneo estaba colocado debajo de sus pies, probablemente Candelario había sido decapitado o habría tenido algún tipo de accidente. Metí la calavera en el costal y salí de ahí como entré, sin ser visto.

Tres días después fui a la misa que había mandado a hacer en su nombre con el cráneo de Candelario en una bolsa y le robé la misa al Padre. Procedí de acuerdo a aquel antiguo ritual: pronuncié en voz baja el sermón litúrgico al mismo tiempo que el sacerdote y esperé los responsos de los fieles. Recé los padrenuestros necesarios y extraje el poder de la eucaristía que el sacerdote se llevaba en el momento en que consagraba la ostia. Con ella invoqué la presencia del muerto y al finalizar la misa Candelario estaba sentado junto a mí.

Era muy distinto de como me lo había imaginado, estaba gordo, chaparro, tenía la nariz muy gruesa, un bigote mal recortado adornaba su labio superior, vestía pantalón caqui y camisa a cuadros azul con blanco; más que un hombre fiero de principios de siglo, parecía un campesino común del sur del país.

Me preguntó con su cara inexpresiva de fantasma qué quería de él, yo sabía que ese era el momento, la señal, y le mostré su cabeza. Estaba conciente que sólo yo lo veía y no quise llamar la atención de los demás feligreses, así que en voz baja continué con el ritual. Al mismo tiempo que frotaba la cabeza con aceite del Santísimo, me dirigí al muerto
―Candelario, estás atado a mi voluntad, soy dueño de tu cabeza y desde ahora me servirás y me reconocerás como tu amo.
Parecía conocer las reglas del otro mundo; se le quedó mirando a su cabeza que yo sostenía con fuerza entre mis manos, después volteó hacia mí, por último, dirigiendo la mirada hacia el Santo de los Santos, con palabras balbuceantes se rindió y se puso a mis órdenes.

Desde entonces, con el sólo hecho de frotar su cabeza que reposaba en mi altar y mandarle a hacer misa cada mes, Candelario hacía todos los encargos de mis clientes. Ahuyentaba enemigos, ataba al ser amado, adivinaba el futuro y curaba a mis enfermos.

La fama de la cabeza de muerto se extendió como la lepra, la gente llegaba de todas partes del país para consultarla. Los hombres preguntaban por sus tierras, su ganado y algunas veces por su salud; las mujeres deseaban conocer sobre el amor, los hijos y los maridos. Las solteras sólo esperaban dejar de serlo y se tronaban los dedos mientras aguardaban la respuesta de Candelario.

Tal vez por su misma naturaleza, las mujeres eran mis principales clientes. Ellas son más vengativas, ambiciosas y posesivas, pero también es cierto que todo el tiempo se están preocupando por la vida de los otros, de tal modo que siempre había algo que hacer para el muertito.

A la policía no le pasaron desapercibidos los comentarios que se oían por todo el pueblo y también fueron a consultar a la cabeza. A causa de mis pecados de juventud yo debía algunas vidas desde hacía muchos años, hombres que tuvieron los huevos de volverse a ver a mis mujeres o por haber intentado enamorarlas, estaban muertos. Como haya sido, la policía me tenía siempre en la mira y la única forma de que me dejaran en paz era trabajar para ellos sin cobrarles.

Como les llegó el rumor de lo acertado que era Candelario, me pidieron que le preguntara sobre un homicidio reciente. Habían encontrado el cuerpo sin vida de un industrial importante de la región, en el río y la autopsia no reveló ningún indicio que los encaminara hacia el victimario.
Yo había escuchado del caso porque en los pueblos se entera uno de todo y supe que la esposa estaba dispuesta a dar una buena recompensa a quien denunciara o capturara al asesino, así que mentí y les dije que tenía que ser la esposa la que hiciera la pregunta. Mi idea era saber el nombre y el paradero del matón y quedarme con la recompensa al revelarle los datos a la señora. Ella estuvo de acuerdo y concertó la cita.
― ¿Cuánto me va a costar esto? Haré cualquier cosa con tal de encontrar al asesino de mi esposo, pero de una vez le digo, yo no creo en estas cosas.
Su voz era firme, autoritaria y casi convincente si no fuera por una ligera ansiedad que revelaban sus ojos y que yo interpreté como un deseo oculto de que Candelario le resolviese el problema. Me agarré de esto y le dije que no le cobraría ni un centavo si no le entregaba al asesino; pero que si lo ponía en sus manos, ella me daría la cuantiosa suma que había ofrecido como recompensa. Aceptó convencida y yo procedí a evocar al muerto.

Froté la cabeza y la voz de Candelario resonó dentro de mí. La respuesta fue precisa: Salomé, el asesino se llama Juvenal Castro, es un joven de veintiséis años y tiene su domicilio en la calle Hacienda número treinta y dos en el pueblo de San Bartolo. Lo asesinó por órdenes de Epifanio Rodríguez, un delincuente de este pueblo que extorsionaba a tu marido.
La señora se puso pálida, dijo conocer al tal Epifanio; llegaba una vez al mes y su marido se encerraba con él en su despacho.
―Siempre vi a mi marido poner mala cara cuando llegaba ese señor y nuca supe por qué hacía negocios con gente que no le agradaba. ―Decía, sollozando.

La policía capturó al matón y al capo sin mayores contratiempos. (Supe que les habían sembrado las pruebas para tener un pretexto que los condenara.) La viuda se quedó muy impresionada por las facultades de Candelario y se volvió una de mis más fieles seguidoras; me pagó la recompensa y se encargó de llenar mi casa de mujeres adineradas que iban con cualquier pretexto a consultar a Candelario.
Yo tuve que dividir la recompensa con la policía, era mi paga para que me dejaran trabajar en paz.

Salomé era morena, grande, de complexión gruesa, de ojos inmensos y mirada profunda, sus labios eran carnosos y bien formados, su cabello rizado y abundante le llegaba debajo de los hombros. De esas mujeres que hacen rebuznar a un burro, dirían los viejos. Me aproveché de la afición que había despertado la cabeza en Salomé y la invitaba seguido a que la consultara para cualquier asunto por trivial que éste fuera. Ella no perdía la ocasión de interrogarlo y llegué a imaginar que el muertito podría molestarse al ser importunado por cualquier tontería.

Así como Salomé, varias mujeres empezaron a visitar al oráculo, aquellas que no tenían dinero me pagaban con sus encantos, yo las aceptaba a todas. Esto se empezó a salir de control, sucedió que llegaban mujeres, ya no a consultar a Candelario, esto era el pretexto, lo que en realidad querían eran unas horas de placer y estaban dispuestas a pagar por ello y yo a aceptar el dinero por complacerlas. Mis experiencias aquí fueron variadas, debo confesar que llegué a aceptar a mujeres para mi gusto sin ningún encanto, pero pensaba en la paga y hacía de tripas corazón.

Las seguidoras de la cabeza habían mandado hacer un altar para Candelario y le ponían ofrendas consistentes en monedas, dulces, collares y milagros religiosos; las seguidoras del sexo, pagaban depositando el dinero en una alcancía. Por extraño que parezca no me agradaba recibir el dinero de este grupo de mujeres con mis manos, así que instituí una alcancía con el pretexto de que al muerto no le interesaban en lo más mínimo las cosas materiales, sino el servicio espiritual que otorgaba por su condición de habitante del más allá.

No dejaba de resentir que Salomé no perteneciera al grupo de clientas sexuales y se quedara como fiel seguidora del muertito. De todas era la mujer que más me gustaba, pero como ella sí tenía dinero para pagar las consultas y era dominante y autoritaria, no encontraba la forma de jalármela al otro bando. Me resigné conformándome con la gran variedad de mujeres que tenía el grupo de devotas sexuales, como me dio por bautizarlas.

Una noche que atendía a una de estas devotas, llegó un auto. No tenía ninguna cita programada y no hice caso, pensé que el auto pasaría de largo pero de pronto escuché que gritaban mi nombre, quise incorporarme y cuando estaba reaccionando ya estaban dos señoras dentro de la casa. Entraron sin avisar y me encontraron con una mujer desnuda y a mí con los pantalones a las rodillas tratando de subírmelos. Eran Salomé y una joven que jamás había visto en mi vida. Por un momento se quedaron confundidas viendo mi miembro, pero rápidamente Salomé recobró el aplomo y me dijo, como si no hubiera visto nada, que necesitaba hablar conmigo, que era urgente y que me esperaría afuera. Todo esto me lo dijo en su ya conocido tono de general dando órdenes. Dieron media vuelta y salieron apretando el paso mientras yo despedía a mi clienta.

Ya con los pantalones arriba y bien fajado, acompañé a mi visita a la puerta e invité a las señoras a pasar. Involuntariamente voltearon hacia mi bragueta y después me miraron a los ojos. Ya adentro Salomé empezó a hablar muy rápido. Cuando me dijo a lo que iban sentí una mezcla de furia y frustración; querían que le preguntara a la cabeza si el hijo de la joven que la acompañaba sería aceptado en la nueva escuela, el “pobrecito” era muy sensible y no querían que sufriera para adaptarse a sus nuevos compañeros.
Conforme la escuchaba, mi furia se fue transformando en un plan para desquitarme; habían invadido mi casa y me habían encontrado en pelotas sólo para saber sobre un pinche escuincle “sensible”.
Mi mente giraba rápido, cuando terminó de hablar yo ya sabía qué responderle. Fingí preguntarle a Candelario y fingí esperar su respuesta; les dije que Candelario necesitaba ponernos en trance a Salomé, a la mamá del chamaco y a mí y para eso tendríamos que beber grandes cantidades de alcohol, su fe ciega en Candelario no les permitió maliciar la receta y procedimos a destapar botellas. Ya muy borrachos, cumplí mi capricho.

Salomé y su amiga empezaron a hacerme bromas sobre la manera en que me encontraron al llegar a casa y a burlarse del tamaño de mi miembro, yo les seguí la corriente. De las palabras pasamos a las manos y de las manos a los cuerpos entrelazados. Cogimos como perros hambrientos peleando por un pedazo de carne; a veces nos disputábamos a Salomé, a veces se empujaban entre ellas peleando por mi miembro, otras, Salomé y yo nos repartíamos el cuerpo de su amiga. Terminamos exhaustos.
Estábamos tumbados en la cama cuando escuché la voz de Candelario dentro de mí: Salomé puede saber ahora la respuesta. ―Decía la voz.
¿Desde cuándo la pinche cabeza era autónoma? No le había preguntado nada, además me di cuenta que sólo a ella la llamaba por su nombre, a todos los clientes se dirigía como “el o la consultante” ¿Por qué la llamaba por su nombre? Desde el primer día lo había hecho y yo no me percaté de ello sino hasta ese momento.
Fui al altar y lo exhorté a que diera la respuesta, me dijo que el niño tendría problemas de adaptación los primeros tres meses pero que después se haría de buenos amigos y encontraría protección de alumnos más grandes. Se lo comuniqué a las dos mujeres y se fueron satisfechas.

Ya solo con Candelario, le pregunté sobre la razón de esa preferencia y se quedó mudo, se lo pregunté tres veces y al no contestar lo castigué. Le cancelé las siguientes dos misas y puse su cabeza al revés.

Salomé llegó al día sigueinte a consultar a Candelario pero llevaba una botella de vino en las manos, nos la bebimos y repetimos el ritual del día anterior pero ahora ella y yo solos. Así surgió una relación intensa y malsana.
A mí, que me volvía loco Salomé, no me importaba nada y la recibía a cualquier hora del día o de la noche, ella ya no aceptaba que otras pagaran por sexo, tuve que destituir la alcancía y las mujeres despechadas nunca volvieron. Descuidaba a mis pacientes y sólo deseaba estar con ella.

Sabía, por anteriores consultas al oráculo, que un compadre la asediaba desde que se había quedado viuda y que a ella le parecía de no malos bigotes. Para evitar que se involucrara con su compadre la llevé a vivir a mi casa.

Durante el día Salomé regaba las plantas del patio, alimentaba a los animales y aseaba la casa; yo recibía a los clientes que venían a consultar a la calavera. Por las noches rodábamos desenfrenados por el piso ebrios de sexo y alcohol.
Al terminar nuestras horas de amor, Salomé se entretenía observando la cabeza de Candelario y le musitaba cosas incomprensibles en sus etéreos oídos. Salomé parecía haber desarrollado la capacidad de comunicarse con el muerto; me contaba cosas que según, él le decía.
Eso me traía el recuerdo de la preferencia de Candelario por Salomé y lo volvía a castigar.

Poco a poco la conducta de Salomé se fue haciendo extraña, incomprensible; algunas noches se despertaba sonámbula, los grillos entonces cantaban más fuerte que de costumbre y la noche parecía más fría y brumosa, ella se metía al cuarto del altar, cogía la cabeza y se escapaba ocultándose entre el bosque. Nunca supe qué pretendía hacer con el cráneo, yo iba tras de ella y la traía de regreso antes de que llegara a su destino, sin despertarla para que no se quedara loca. Pero siempre cogía la misma ruta, aquella que conduce a la cañada más allá de los eucaliptos poblados de murciélagos.
A la mañana siguiente, decía no recordar nada de lo que había sucedido durante el trance.

A pesar de estos eventos esporádicos que nunca supe qué los provocaba y mis celos por Candelario, vivía feliz con ella.

¿Cómo olvidar aquella vez que hacíamos el amor y ella rompía el susurro de la noche con sus gritos? Su cuerpo empapado de sudor, de pie y recargada en la ventana mostrándose a la luna. Yo detrás de ella penetrándola y sintiendo el aroma de su piel. Sé que estuvimos en el cielo. De pronto Salomé se quedó ausente, se apartó de mí y me dijo que Candelario quería que bebiéramos vino en su cabeza. Yo se lo prohibí terminantemente alegando que eso era un sacrilegio, que Candelario no podía ser utilizado de esa forma, le dije que su misión era sagrada, que hacerlo significaba la condena eterna.
Salomé, gritando como nunca lo había hecho y sonrojada, me reveló que Candelario se había enamorado de ella desde el primer día.
―Él desea participar de nuestro amor y sentir mis labios acariciar su cabeza ―Dijo. Y mirando al suelo bajó la voz.
―Deseo complacerlo.

Nos quedamos mirando largo rato, la cabeza parecía esperar los resultados de nuestra silenciosa deliberación observándonos a través de sus cuencas vacías. Por fin tomé el cráneo, lo volteé y serví vino en su interior hasta derramarlo; se lo ofrecí a Salomé quien en el colmo de la excitación y el placer, bebió por los ojos de candelario el líquido que se escurría por sus brazos; ella lamía el vino que humedecía su piel y regresaba ávida a inclinar el cráneo sobre sus labios. Serví más licor y bebí hasta la última gota, sentí o imaginé cómo los sesos del muerto venían mezclados con el vino.

Salomé me buscó y nuestros cuerpos se volvieron a juntar. Arremetí con todas mis fuerzas dentro de ella, Salomé se empujaba en mí con desesperación, lamí cada parte de su cuerpo y sentí su humedad llenar mi boca; estaba insaciable. Excitada pidió a gritos a Candelario. En mi locura lo invoqué y le presté mi cuerpo para que la poseyera. Él entró exaltado en mi materia, podía sentir el vigor de su espíritu en mi cuerpo y Salomé se percató de que era otro el que la penetraba. Ella gimió de placer y los tres nos fundimos en esa mezcla de vino y gritos y semen y saliva.

Juntos comulgamos en aquella bestial orgía hasta que el alcohol nos venció y terminamos inconcientes. Cuando recobré el sentido, el cuerpo desnudo y sin vida de Salomé se encontraba en el suelo junto al cráneo destrozado de Candelario. No recuerdo nada. No sé si la maté por celos, en mi borrachera y destruí el cráneo, o si Candelario se la llevó porque no pudo vivir, si el verbo es permitido, sabiendo que le pertenecía a otro.

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